6: PUERTO BRUMA

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El poblado del lago era como una pequeña Venecia escondida en lo profundo de un valle oculto entre las montañas.

Había tardado casi tres horas en alcanzarlo, siguiendo un escarpado camino a la vera de un grueso río de lecho pedregoso. El trayecto era largo, pero no complicado; solo había tenido que seguir un serpenteante recorrido entre las montañas cada vez más rocosas, superar los cambios de altura, trepar un par de paredes rocosas y, finalmente, alcanzar lo más alto y contemplar la enorme masa de agua
que cubría parte del gigantesco valle glaciar.

—Joder… qué bonito —jadeé, todavía con la respiración un tanto agitada debido a la escalada.

Yo había estado en muchos sitios y visitado toda clase de lugares en mis misiones, pero debía reconocerlo: Mil Lagos me estaba pareciendo un lugar increíble. Aire limpio, espacios abiertos,
naturaleza en estado puro, salvaje y viva…

Descendiendo la suave ladera no podía dejar de admirar las vistas y pensar que, en la sociedad beta, ya habrían llenado aquel valle glaciar con hoteles turísticos, toda clase de servicios y, por supuesto, carreteras de acceso, coches, supermercados, guarderías para dejar a los niños mientras los padres se iban a practicar deportes acuáticos al lago…
Pero lo único que habían construido los animanos allí era un pequeño poblado en el agua, cerca de la vera, con un par de grandes casas de madera en tierra firme y otra gran parte, más pequeñas y de base circular, flotando sobre el agua fría. Al menos, desde la distancia parecía que estaban flotando.

En realidad, cuanto más te acercabas, más te dabas cuenta de que estaban fijadas sobre columnas de madera robusta y unidas por pasadizos de madera.

Así que, en definitiva, Puerto Bruma era un poblado de pescadores, repleto de muelles y pequeñas barcas que recorrían la superficie del lago.

Al contrario que en Vallealto, nadie salió a recibirme a mitad de camino. Posiblemente ni se hubieran enterado de mi presencia allí de no haberme quedado mirando como una anciana omega anudada una red de pesca, sentada a la vera del muelle mientras tarareaba una canción que nunca había oído.

—¡Un omega del Pinar! —chillaron entonces un par de voces agudas a mis espaldas.

Al girarme, vi a un par de pequeños animanos, con bigotes, colas, orejas y ropa grande, correteando con sus manos manchadas y sus grandes sonrisas en mi dirección. Todos, unos seis o siete, me rodearon como una horda de ratones y se quedaron mirándome fijamente con sus enormes ojos.

—¿Qué haces aquí?
—¿Vienes a ver a un alfa? ¡Podemos buscarlo por ti!
—¿Por qué tu ropa es tan rara?
—¿Por qué eres tan grande?
—¡Qué cola más larga!
—¡Qué bien hueles!

—Niños, ya basta… —les interrumpió de pronto una voz mucho más madura y calmada.

La misma anciana que había estado anudando la red, se levantó con dificultad del borde del muelle y, apoyada con ayuda de un bastón, se acercó a lentos pasos en mi dirección. Sus bigotes, al igual que su pelo ñ enredado, eran blancos como la nieve. Sus ojos acuosos parecían no ver demasiado bien, pero su sonrisa seguía siendo muy agradable, incluso aunque le faltaran dos dientes.

—Bienvenido, cielo —me saludó—. Qué agradable sorpresa que hayas venido a visitarnos.

—Buenas tardes, señora —respondí yo con una sonrisa y un leve asentimiento—. Soy Jimin, el nuevo cartero de El Pinar.

—Oh… al fin hay un nuevo mensajero —murmuró, mirando a los niños, todavía a mis pies—. Qué bien, ¿verdad, niños? Llevamos mucho tiempo sin recibir cartas.

Ellos empezaron a aplaudir y chillar, muy emocionados por la gran noticia. No esperaba que les hiciera tan felices verme, pero, por supuesto, yo estaba acostumbrado a un mundo donde la
comunicación era instantánea y con alcance global. Los animanos vivían en la edad media, con sus cartas y sus poblados aislados unos de otros. Quizá recibir una carta de sus amigos y seres queridos era algo terriblemente emocionante para ellos.

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