3: EL PINAR

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El Pinar era una villa mucho más grande de lo que parecía a simple vista, y eso se debía a que muchas de sus construcciones estaban casi escondidas; entre las ramas de los árboles o incluso bajo tierra.

Capri me lo explicó rápidamente con un simple:

—A la parte subterránea la llamamos Raíces, al poblado lo llamamos Maleza y a las casas de los árboles las llamamos Ramas.

Seguí con la vista los diferentes puntos que señalaba desde ese pequeño claro que, creía, funcionaba como una especie de plaza a la entrada del pueblo. No entendía a qué se refería con «parte subterránea», porque desde donde estábamos apenas se podían percibir las construcciones entre los árboles y las que salpicaban la base del bosque, pero sin haber talado ni un solo árbol.
Eso fue lo que más me llamó la atención. Allí no habían talado el bosque para hacer sitio, sino que habían construido directamente en mitad de los árboles, adaptándose al terreno lo mejor que habían podido.

Todas las casas que se veían —sin importar su tamaño—, estaban hechas de madera, como cabañas de troncos y techumbres de hojas y musgo a diferentes alturas y elevadas con una base de pilares.

Capri me animó a acompañarle tras brindarme un buen medio minuto de calma para que yo pudiera admirar su villa. Entonces cerré los labios que había mantenido entreabiertos con una estúpida expresión de sorpresa, me acomodé la mochila al hombro y le seguí.

—Estos son los almacenes —me explicó, señalando las construcciones más cercanas, las cuales parecían torres de madera que descendían por el borde del cambio de nivel entre el pequeño claro y la aldea—. Así los alfas no tienen que bajar las cosas ni moverlas de un lado a otro, como puedes ver, El Pinar no es el lugar más llano del mundo —y sonrió con evidente orgullo. Descendimos unas escaleras de madera que, perfectamente, podrían haber formado parte de un campamento temático de verano, eses que intentaban recrear una experiencia naturalista entre los árboles. Siendo sincero, todo El Pinar parecía un parque temático. No solo por las casas, sino también por las extrañas barandillas y cuerdas que ascendían desde el suelo hasta las ramas de los enormes árboles, allí donde había más casas y puentes colgantes.

Se llamaba «El Pinar», pero había bastantes de aquellas enormes secuoyas con troncos tan gruesos como un coche.

—Ah, sí —afirmó el alcalde cuando me vio seguir una de ellas con la mirada—. Son para vosotros, para que podáis subir y bajar y… hacer todas esas cosas de arborícolas que os gustan tanto. Tranquilo, podrás probarlas enseguida, pero antes quiero enseñarte algunas partes importantes de la aldea.

Bajé la mirada de las alturas y volví a prestar atención a la villa que permanecía pegada al suelo, demasiado perdido en mis pensamientos para responder al alcalde. Simplemente le seguí por el camino de tierra, a veces rodeado de una baja valla de madera de la que sobresalían palos con farolillos. La ruta serpenteaba entre los árboles de tronco grueso y grandes raíces, bifurcándose constantemente en dirección a las cabañas que nos cruzábamos; algunas con un pequeño jardín delantero o unas escaleras para ascender a su posición más elevada.

También nos topamos con otros omegas, por supuesto, pero verlos no resultó tan impactante como todo lo demás que me rodeaba. Estaban en el pórtico de sus casas, tumbados en hamacas sobre las
ramas de los árboles, mirándonos atentamente desde los puentes colgantes, e incluso sentados en la valla que rodeaba el camino. Todos eran muy atractivos, todos tenían alguna característica animal, todos olían sumamente bien y, curiosamente, todos eran bastante bajos. Ahora entendía que Capri se hubiera sorprendido tanto al verme, porque los demás omegas no debían llegar ni al metro sesenta de altura. Parecían un montón de extraños y atractivos duendes de los bosques.

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