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Ver como la puerta de la habitación se cerraba y Aspen se alejaba de ella la hizo sentirse terriblemente mal. En especial porque hace tan solo unas horas había estado más feliz que nunca y ahora debía aceptar el hecho de que probablemente había arruinado todo para siempre.

La idea del matrimonio era algo de lo que venía huyendo desde que sus padres le decían que era su único destino y desde que se comprometió con Edmund, le parecía una cárcel en la cual solo caería en las expectativas de los demás. Así que cuando Aspen pidió su mano, sintió que todas aquellos temores se presentaban de nuevo para villanizar su vida. ¿Por qué no aceptó y ya? Tenía claro que Aspen no era Edmund, era todo lo contrario. Él nunca la haría sentirse mal, la dejaría ser libre, pero entonces ¿por qué no pudo decir que sí?

Aspen era un duque, un hombre con título y en consecuencia, cualquier mujer que se casara con él tendría responsabilidades también. Las expectativas de aquella sociedad siempre iban a recaer en la esposa, la mujer. Alexandria lo sabía así como sabía que quizá estaría encadenándose a otra historia que podía fallar.

Se limpió las lágrimas. No quería perder a Aspen, pero sus últimas palabras la dejaron pensando: «Tienes razón, porque la única que puede arruinarnos eres tú». Era probable que fuera cierto, sus miedos e inseguridades terminarían por arruinar lo que ellos tenían. No podía dejar que sus miedos destruyeran algo que era auténtico y que estaba segura no encontraría con otra persona. Sentir lástima de sí misma no iba a cambiar nada, así que decidió ir a buscarlo para arreglar las cosas.

Habían pasado un par de horas desde que Aspen la había dejado sola, por lo que ella tendría que bajar a buscarlo. Así que salió de la habitación, con la esperanza de que no se hubiera ido muy lejos. Se encontró en el primer piso del hostal donde estaba la recepción y un restaurante. Aquel día debía ser ocupado ya que Alexandria notó el sitio lleno de extranjeros que al igual que ella apenas llegaban a Nueva York a buscar un lugar donde pasar la noche.

Fue difícil buscar a Aspen, teniendo en cuenta que ni siquiera podía dar un paso sin chocar con otras personas. Su única esperanza era que no se hubiera alejado mucho de la cuadra por lo que preguntó al encargado si había otros bares o sitios cerca, el hombre le comentó que en esa misma calle había un par de cantinas donde muchos viajeros frecuentaban.

Pero su suerte no mejoró en aquellos sitios y se vio obligada a regresar al hostal con la esperanza de que él hubiera regresado. El resto del día fue mucho más estresante, teniendo en cuenta que conocía muy poco de aquella ciudad. Se puso un abrigo y decidió volver a buscar en los lugares cercanos. No podía haber ido muy lejos, ¿no se atrevería a dejarla o sí?

Cuando salió de nuevo a las calles, ya había oscurecido y solo unas cuantas luces iluminaban las calles. Alexandria decidió ir a uno de los bares donde buscó más temprano, había todo tipo de personas ahí y la mayoría no eran agradables, así que tuvo que armarse de valor para no ser intimidada por ellos. Se dirigió a la barra donde servían los tragos y pidió una bebida.

Por extraño que fuera, la situación la hacía desear algo más fuerte que solo agua. El cantinero no pareció cuestionar eso y le dio un vaso de whisky. Ella dio un trago y sintió enseguida como toda su garganta estaba en llamas. Comenzó a toser hasta que recuperó el aire.

Sintió a alguien sentarse a su lado.

—¿Muy fuerte para ti?

Alexandria se quedó paralizada en su asiento al escuchar aquella voz masculina. Reconocía esa voz, la reconocería en cualquier lado. Edmund Grayson, su prometido, estaba mirándola con una sonrisa arrogante. De todas las cosas que esperaba, sin duda nunca esperó volver a verlo.

—Pareces sorprendida —continuó hablando él, mientras le quitaba el vaso de las manos y le daba un trago él —¿O qué? ¿Creíste que me había rendido contigo?

El mar que nos atrapa | CompletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora