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Edmund había llevado a Alexandria a una especie de almacén abandonado y oscuro. Tras aquella conversación tensa, todo había estado a punto de estallar enfrente de todos y Edmund se las había ingeniado para hacer parecer que solo bromeaban.

Ella no pudo poner resistencia porque sabía que eso implicaba dañar a Aspen. Así que obedeció las órdenes de Edmund hasta llegar a ese lugar.

El almacén era una especie de salón cuadrado que apenas tenía ventanas y solo unas cuantas velas iluminaba en centro. En una especie de cadena, se sostenía Aspen qué estaba totalmente inconsciente.

Alexandria intentó correr hacia él, pero nuevamente Edmund la detuvo.

—Debes estar realmente loca si piensas que te dejaré liberarlo.

—Y tú debes estar loco si piensas que voy a permitir que le hagas daño.

Él inclinó su cabeza.

—Eso debiste pensar antes de abrir las piernas para él.

Ella apretó su dientes, sintiendo el deseo de golpearlo, de quitar esa estúpida sombre de arrogancia.

—No logro comprenderlo.

—¿Comprender qué?

—¿Por qué arriesgarías todo? Si soy una puta para ti, ¿por qué buscarme hasta otro continente? Es obvio que no deseas casarte conmigo como yo contigo.

—No se trata de lo que deseemos ambos, Alexandria. Si por mi fuera, te hubiera matado tan solo verte, pero tu familia... Tu familia tiene mucho más que ofrecer.

Ahora comenzaba a comprender todo. Algo que nunca se imaginó fue que Edmund se casara también por interés. Su familia poseía de una gran fortuna sí y cualquier hombre que se casara con la primogénita iba a obtener esas tierras y herencias qué por derecho le corresponderían a Alexandria. Sin embargo, el nacer mujer era su desventaja.

Si él unía sus fuerzas con los Lovelace sería imparable. Aunque había algo más que el dinero y el poder. Edmund Grayson no soportaba que su ego se viera afectado. Él no iba a permitir que una mujer lo dejara en el altar. Alexandria era el medio para un fin, pero también necesitaba demostrar que podía controlarla.

Por eso había secuestrado a Aspen, por eso la tenía amenazada.

Edmund soltó su muñeca y Alexandria se acercó a Aspen.

El joven estaba aún inconsciente, con la misma ropa de aquella mañana cuando la había dejado. Solo que se veía demasiado sucio y en su rostro se veían moretones. Un hilo de sangre le caía por la barbilla. Ella lo tocó con suavidad y sintió la culpa remorder su consciencia.

—Aspen... —habló bajito —. Aspen por favor despierta —se giró hacia Edmund —. ¿Qué has hecho con él?

—No ha sido cooperativo. Se negó a decirnos dónde estabas. Te imaginarás mi sorpresa cuando tu llegaste sola a ese bar.

Aspen gimió de dolor y Alexandria deseó quitar esa sonrisa arrogante de Edmund con un golpe. Parecía estar disfrutando con la escena.

—Déjale ir.

—¿Por qué habría de hacerlo? Me has engañado con él.

Alexandria se alejó de Aspen para enfrentar a Edmund.

—¡Yo no te he engañado y lo sabes! ¡Él no tiene nada que ver en esto!

—Eres mi prometida.

—No soy tu nada. No somos nada, nunca lo fuimos y nunca lo seremos.

El mar que nos atrapa | CompletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora