14. La luz que me abraza

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Pedro Pablo sentía un ligero dolor de cabeza que era mucho más molesto que preocupante; las enfermeras le habían dicho que era normal, que aunque había tenido mucha suerte y el golpe no había provocado ninguna lesión interna, era ilógico que no sintiera ningún dolor.

La debilidad que sentía no era producto del golpe en la cabeza por sí mismo, sino que era el resultado de haber perdido mucha sangre después de los casi veinte minutos que se tardaron en encontrarlo desmayado.

Pedro Pablo se había regañado mentalmente muchas veces a lo largo del día: se sentía muy culpable al ver las expresiones de susto de su mamá, de su abuela, de su hermano. Lo que menos quería era preocupar a nadie: si tan solo hubiera desayunado o tomado suficiente agua, esto no hubiera pasado.

El golpe en la cabeza le dolía y lo hacía sentir mareado, pero lo que de verdad hacía que su corazón se arrugara era el hecho de que Bosco no hubiera ido a visitarlo durante el día.

El rizado entendía que probablemente Bosco había tenido un día muy difícil en el juzgado, y que había atravesado por muchas emociones muy fuertes y complejas; además, ellos dos no estaban en su mejor momento. Pero en el fondo, Pedro Pablo si había esperado que Bosco lo visitara.

Si hubiera sido al revés, Pedro Pablo sabía que él si hubiera dejado su orgullo atrás para mínimamente asegurarse que Bosco estaba bien. Le dolía un poco pensar que para Bosco había podido más el enojo que su amor por él.

Pedro Pablo siempre había creído que su amor era más fuerte que cualquier cosa; no se refería al tiempo que se habían tomado -Pedro Pablo sabía que vendrían momentos difíciles como pareja en el futuro, y que Bosco le hubiera pedido espacio y no hubiera terminado con él lo hacía tener fe en la fortaleza de su relación- pero el que Bosco no hubiera venido cuando supo que estaba en el hospital...

No quería sobre pensar las cosas: conocía a Bosco y sabía que habría una explicación perfectamente lógica para todo. O eso era lo que Pedro Pablo le había estado pidiendo a Dios todo el día.

Cerró los ojos un momento y cuando los abrió soltó un grito ahogado: Bosco estaba entrando al cuarto con un gesto de preocupación que Pedro Pablo jamás había visto en su rostro.

¿De verdad estaba ahí? Tal vez había comenzado a alucinar: había sido como si lo hubiera llamado con el pensamiento.

Fuera real o una mera ilusión fruto del golpe en la cabeza, Pedro Pablo se deleitó con la imagen de Bosco frente a él: llevaba días sin verlo, y tenerlo ante sus ojos había provocado que el rizado sintiera una indescriptible sensación de paz.

Bosco se veía guapísimo: traía puesta una chaqueta de cuero negra que pocas veces lo había visto usar y que tanto le gustaba a Pedro Pablo y tenía el cabello desordenado, como si no se hubiera molestado en peinarlo pero aún así tuviera un pacto con alguna deidad para seguir viéndose perfecto.

Definitivamente si Pedro Pablo había muerto, ahora mismo estaba en el cielo.

-¿Estas aquí de verdad o estoy muerto?- preguntó el rizado con confesión: estaba casi seguro de estar vivo, pero necesitaba asegurarse.

El rostro del castaño se oscureció al escuchar la referencia a la muerte que hizo Pedro Pablo; Bosco no respondió, simplemente se acercó al rizado con rapidez y le plantó un beso en los labios: era el tipo de beso que más le gustaba a Pedro Pablo; cuando Bosco lo besaba con una mezcla delicadeza y necesidad, introduciendo su lengua en su boca para profundizarlo, pero haciéndolo de una manera lenta, paciente, como si no hubiera ninguna otra cosa en el mundo por hacer más que besarlo y besarlo hasta el fin de los tiempos.

Pedro Pablo ya no tenia ninguna duda: si, estaba vivo, pero también estaba en el cielo.

Bosco se separó con lentitud y lo vio a los ojos como si estuviera estudiándolo; como si la tarea del día fuera memorizar cada uno de los detalles del rostro de Pedro Pablo y como si del cumplimiento de dicha tarea dependiera el destino de la humanidad.

Eres para mí|BospaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora