Dieciséis

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Subieron a un taxi, y si bien Diletta pensó que la llevaría a su casa, hicieron una parada táctica en un inmenso edificio del centro de la ciudad.

— ¿Dónde estamos? — preguntó Diletta, impresionada con la fachada del edificio.

— En mi casa. — admitió Fiore pero sin darle demasiada importancia.

Diletta se detuvo en seco y Fiore miró hacia atrás, había subido dos escalones de la entrada principal, por lo que ella aún estaba sobre la acera.

— Me cambio y te llevo a tu casa, te lo prometo. — dijo, y sonó cansado.

¿Qué sentido tenía negarse a entrar a la casa de Fiore? Después de todo había hasta sobornado a la policía para sacarlo de la cárcel...

Se resignó a subir los escalones y atravesar la puerta principal. Subieron en el ascensor, que era amplio, moderno y espejado. Bajo la luz blanquecina notó que estaba demacrada, hacía muchas horas que no dormía ni comía, ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que había bebido un vaso de agua.

Se detuvieron en el piso diecisiete y sólo había una única puerta en el hall de distribución. Se maravilló de aquel apartamento que parecía nuevo e inhabitado, sacado de una revista de decoración.

— ¿Acá vivís? — preguntó Diletta, sin poderlo creer, pero Fiore había desaparecido.

Se acercó al ventanal enorme que daba al oeste, el sol comenzaba a caer y deseó verlo desaparecer en el horizonte de la ciudad, porque sospechaba que sería un espectáculo único.

Fiore apareció con una botella de vidrio bajo el brazo y dos vasos llenos.

— Estoy muerto de sed. — admitió, y dejó la botella y el vaso que era para ella en la mesa baja de vidrio, y se bebió casi de un trago el contenido de su vaso.

Diletta agradeció el agua, estaba fría y le pareció deliciosa. Fiore bebió otro vaso más mientras intentaba comunicarse con alguien, pero no obtuvo resultados.

Enchufó el celular al cargador y suspiró resignado.

— Casi no tengo batería, me ducho mientras carga y luego te llevo a tu casa. — le indicó y ella asintió con la cabeza mientras lo veía sacarse el saco, arrugado por la noche en la celda. — Estás en tu casa. — agregó, señalando con la mano el apartamento y desapareció por un corredor.

Diletta estaba demasiado cansada para hacer otra cosa que no fuera sentarse en los mullidos sillones a mirar el sol descender lentamente. La luz anaranjada comenzó a entrar por los ventanales y cerró los ojos para dejarse cubrir por los rayos del atardecer.

No supo si se quedó dormida, pero no oyó a Fiore volver, sólo supo que cuando abrió los ojos lo tenía sentado a su lado, con los pies sobre la mesita de vidrio y la cabeza apoyada contra el respaldo del sillón.

El sol comenzaba a ocultarse, y los estertores de luz rojiza parecían un incendio.

— Me encanta hacer esto. — dijo. Olía a jabón y a colonia y el calor de su cuerpo traspasaba la ropa, que dicho sea de paso no era un traje, o formal, sino un conjunto deportivo de algodón.

— ¿Sentarte con los pies sobre la mesa? — preguntó, sintiéndose una tonta, pero con la necesidad de anular la solemnidad del momento y el hecho de que lo tenía prácticamente pegado, oliendo tan bien y con el cabello mojado.

Señaló hacia el ventanal, el sol desaparecía y las llamas del incendio metafórico también. Diletta lo observó irguiendo la espalda, y se sorprendió de sentir la mano de Fiore acariciando su columna vertebral.

Lo miró con temor, pero él no la miraba, tenía la mirada clavada en el horizonte.

No tenía sentido alarmarse, y observó el último segundo del sol en esa porción del mundo, sintiendo el peso y el calor de la mano de Fiore en su espalda.

— Probablemente van a matarme. — soltó, interrumpiendo el silencio.

Diletta se giró bruscamente para mirarlo y él le sonrió con resignación.

— No puedo comunicarme con Robert, quizás ya lo hayan matado a él también. — agregó con tristeza. — Si este fue mi último atardecer, me alegra que haya sido contigo.

— ¿Por qué van a matarte? — preguntó, le temblaba la voz, sabía que él no mentía.

— Nadie me quiere, Letti. — admitió y soltó un suspiro. — Intenté mantener un perfil bajo, pero... se me acabó el tiempo.

Le tembló el labio inferior, ahí dónde tenía una cicatriz que lo atravesaba y estuvo a punto de besarlo, pero se contuvo.

— ¿Quién va a matarte? — preguntó, sintiendo a su corazón latirle a toda velocidad.

— Doménico Berlese. — respondió, algo confundido por la pregunta de su contadora.

— No tengo idea quién sea ese hijo de puta, pero nosotros lo vamos a matar antes. — respondió, poseída por algún extraño espíritu de venganza.

Tardó unos pocos segundos en comprender que Diletta hablaba con convicción, que aquello que ardía en sus ojos era deseo de venganza y total falta de temor. Una ligera sonrisa se dibujó en sus labios, su contadora tenía razón, después de todo ¿quién era ese hijo de puta?

Sólo para contar dineroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora