Treinta y nueve

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Gian era la clase de chico con la que le hubiera gustado salir cuando era adolescente. Por fuera se veía como un chico malo, completamente capaz de arrancar dientes con una pinza, pero por dentro era un muchacho dulce, de esos que no les molesta caminar con un ramo de flores en la mano o comprar compresas higiénicas en la farmacia.

Diletta se sentía segura con él a su lado, le gustaba, era físicamente atractivo, no sólo por su rostro joven y su sonrisa pícara que solo le mostraba a ella, también tenía un cuerpo trabajado por el ejercicio: era cinturón marrón en jiujitsu brasileño y se estaba entrenando para obtener el cinturón negro, tarea que le llevaba horas de entrenemiento que se salteaba para estar con Diletta.

La trataba con absoluta delicadeza y todas las noches después del trabajo la invitaba a su casa a dormir. Le gustaba despertar al mediodía con él a su lado en la cama, durmiendo pacíficamente como si nada pesara lo suficiente en su conciencia.

En esos días había descubierto que ya no tenía más dieciocho años, había cumplido los diecinueve el primero de enero y su cumpleaños había pasado inadvertido, al menos para ella. Se sintió terriblemente mal, sabía que esa noche lo había visto, él la había llevado hasta su casa y seguramente había puesto delicadamente una pastilla en su boca mientras era su cumpleaños y debía estar de festejo.

Esa misma tarde buscó la receta infalible de su ex pastelero y horneó un pastel miniatura -porque Gian se cuidaba muchísimo en las comidas- lo llenó de merengue -porque prefería la proteína del huevo antes que la de la crema- y frutillas, y lo puso en una caja blanca junto con una vela y un cartel de feliz cumpleaños.

Sabía que después de entrenar iba a ducharse a su apartamento y luego salía para el local, y mientras lo esperaba en la puerta de su edificio pensó que quizás era demasiado invasivo. Estaba a punto de irse cuando lo vio llegar, y él, al reconocerla, le regaló una sonrisa enorme desde la distancia. Hacía frío, pero estaba desabrigado y su cuerpo se sentía caliente por el sudor del entrenamiento.

— Te vas a congelar. — le dijo él, y la invitó a pasar rápidamente.

Diletta se sentía una tonta con la caja en las manos, pero a pesar de todos sus pronósticos negativos, Gian parecía feliz de verla.

— Voy a darte unas llaves extra. — le dijo cuando abrió la puerta de su apartamento. — Me quiero duchar antes de besarte. — soltó, ansioso, y desapareció en el baño.

Era la oportunidad perfecta para buscar platos y cubiertos, abrir la caja, ponerle el cartel de feliz cumpleaños y encender la vela, que chisporroteó al principio, y luego exhibió una llama elegante.

Gian se sorprendió por el pastel, y rió genuinamente cuando Diletta le cantó el feliz cumpleaños mientras lo sentaba de prepo en la silla frente al pequeño pastel.

— Pedí tres deseos. — le exigió ella.

— Con dos está bien, uno ya se cumplió. — Le dijo y le lanzó un beso al tiempo que la atraía hacia él y la sentaba en su regazo para besarla suavemente en los labios.

Apagó la vela con un soplido firme, y comieron la torta directamente de la caja, hundiendo los tenedores en cualquier parte. No la dejó que se bajara de su regazo, y entre bocado y bocado la besaba con sus labios dulces de merengue.

— No vayamos esta noche a trabajar. — le pidió ella, era casi una súplica, no quería volver a contar dinero para Doménico nunca más.

— No podemos hacer eso... nos matarían. — le explicó él, y le acomodó el cabello detrás de la oreja.

"Que nos maten" pensó Diletta, pero no se animó a decirlo en voz alta, y algunas lágrimas se le escaparon de los ojos.

— No llores, princesa, por favor. — le pidió con dulzura, limpiando con sus dedos las lágrimas que corrían por sus mejillas. — En poco tiempo Doménico va a volver a su casa y va a dejarnos en paz, te lo prometo.

Diletta sabía eso, eran las palabras mágicas de Gian cuando ella sentía que no podía más, pero cada día le parecía más lejano ese momento.

Lo observó vestirse para el trabajo, y antes de salir, le dio las llaves de su apartamento, tenían un pequeño llavero con forma de patito amarillo que le pareció excesivamente tierno.

— Para cuando quieras venir. — le dijo al dárselas. — Pero la realidad es que me gustaría que siempre estuvieras acá. — Bajó la vista, cohibido, toda su confianza se desmaterializaba cuando tenía que confesarle algo que implicaba cuánto la quería en verdad. — Podemos buscar un apartamento más grande si este te parece pequeño.

Diletta se quedó en silencio mirando el llavero de patito. Mudarse con Gian era una locura ¿o no? Lo quería, le gustaba, ¿cuál sería el problema?

— ¿No soy muy vieja para vos? — le preguntó, por primera vez sintió que la diferencia de edad era abismal entre ellos.

Gian la miró con el ceño arrugado.

— Para nada. — respondió muy seguro.

Salieron hasta el automóvil. Esa secuencia podría repetirse todos los días si ella quería. Se acabaría el miedo de estar sola, el pavor a que Doménico la lastimara en su propia casa o dañara a sus padres por su culpa.

— ¿Y si no funciona? — preguntó ya dentro del automóvil

— ¿Qué cosa?

— La convivencia.

Gian le sonrió, le gustaba que lo estuviera pensando.

— Claro que va a funcionar, si soy tu perro fiel.

Toda esa noche Diletta trabajó con esa propuesta en su cabeza, intentando identificar los pros y los contras. Le daba miedo perder su libertad, pero más miedo le daba estar lejos de Gian con Doménico cerca.

La noche se le pasó rápido, y a la salida, después de decirle los números a Doménico, muerta de miedo como todas las noches que tenía que hablarle, corrió a los brazos de Gian y le dijo que quería vivir con él en su pequeño apartamento.

Se mudó una semana después, llevándose lo indispensable, porque en el lugar no cabían las cosas de ambos. Resolvieron que más adelante buscarían un lugar un poco más grande al notar que muchas cosas de Diletta quedaron sin lugar en el armario, y tuvieron que quedarse dentro de una maleta.

De todos modos a ella no le preocupaba el espacio, podía vivir con lo mínimo, sólo le preocupaba saber que tendría que presentarles a Gian formalmente a su familia, y temía que la juzgaran por la edad de él, o por su aspecto inevitable de maleante o porque ni siquiera había terminado la escuela.

Sus padres lo recibieron con preocupación, y luego de conocerlo no se tranquilizaron. Gian se presentó como si tuviera veintiún años (de todos modos su identificación falsa decía que tenía veintidós) y dijo que trabajaba en el sector de las cámaras de seguridad del casino, algo no tan alejado de la verdad. Sin dudas los padres de Diletta seguían prefiriendo a Giovanni, que tenía ese aura de chico trabajador de los suburbios y no de dealer de pastillas como Gian, que no podía ocultar del todo que era un chico de los barrios más bajos de la ciudad, mezcla de moro, con acento de maleante y su vocabulario que revelaba que su esencia distaba de la de yerno ideal.

Encendió un cigarrillo en cuanto salieron de la casa de los padres de Diletta, pero ella se lo quitó y le dio una pitada, impidiendo que él fumara: sólo tenía permitido fumar seis cigarrillos por semana, y debía llegar al ideal de no fumar ninguno, al menos antes del examen para cinturón negro.

— Una seca, nada más. — le suplicó, con sus ojos de perrito mojado, y ella le acercó el cigarrillo a los labios para que fumara de sus dedos, mientras él la abrazaba por la cintura. — Tus papás no me quieren. — soltó junto con el humo, y hundió el rostro en el pecho de ella, inhalando profundamente su aroma.

— No necesitamos su aprobación. — lo consoló ella, completamente convencida de lo que decía, y le acarició el cabello sumamente corto de la nuca.

Gian la besó con devoción y Diletta cruzó los brazos por su cuello, le gustaba sentirse atrapada por esa boca blanda y siempre caliente, por sus brazos fuertes por la juventud y el entrenamiento, por su espíritu de adolescente fuera de la ley.

Sólo para contar dineroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora