Accidente

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El avión se estrelló con una violencia indescriptible, rompiéndose en pedazos al golpear el suelo. La fuerza del impacto me lanzó hacia adelante, y todo se volvió borroso en un instante de dolor y confusión. Cuando finalmente recuperé la conciencia, estaba rodeado por un caos absoluto.

A mi alrededor, la selva nos envolvía con su vegetación densa y húmeda, mientras que los restos del avión estaban esparcidos por todas partes, entrelazados con los árboles. Había partes del fuselaje incrustadas en el suelo, asientos volcados y pertenencias personales dispersas por la zona. La escena era una mezcla surrealista de naturaleza salvaje y destrucción humana.

El aire estaba cargado de humo y el olor acre de combustible derramado. A través de la neblina, se oían gritos y gemidos de dolor, algunos apenas audibles entre el crujir de los metales. Miré a mi alrededor, aturdido, tratando de reunir fuerzas para moverme y evaluar la situación.

A mi izquierda, vi a una mujer joven con una herida sangrante en la cabeza, su mirada perdida en el vacío. Un hombre mayor, unos asientos más adelante, intentaba inútilmente liberar a su compañero de asiento que estaba atrapado entre los restos retorcidos del avión. El suelo estaba cubierto de trozos de metal y equipaje esparcido, dificultando el movimiento.

Unos pocos pasajeros más allá, Max luchaba por liberarse del asiento, su rostro cubierto de polvo y con una herida en la frente que sangraba profusamente. Al ver que estaba consciente, sentí una oleada de alivio momentáneo, pero también la urgencia de ayudar a los demás.

Me incorporé con esfuerzo, notando un dolor agudo en el costado y la sensación de que algo no estaba bien en mi pierna derecha. Aun así, la adrenalina me impulsó a seguir adelante, mientras trataba de liberar a quienes estaban más cerca.

Algunos pasajeros ya no se movían, sus cuerpos inmóviles eran un testimonio silencioso de la brutalidad del accidente. Otros estaban gravemente heridos, sus lamentos eran un recordatorio de la urgencia de la situación.

Empezamos a organizarnos, aquellos que podían moverse, para intentar sacar a los heridos de entre los restos del avión. Todo era confuso y doloroso, pero la necesidad de sobrevivir nos impulsaba.

Las llamas comenzaban a surgir de una parte del avión, y el calor se hacía cada vez más intenso. Sabía que el tiempo era limitado antes de que la situación se volviera aún más peligrosa. Gritando instrucciones a los demás, empecé a buscar salidas, cualquier lugar por donde pudiéramos escapar del calor creciente.

Miré a Max, que ya había logrado liberarse, y juntos comenzamos a coordinar a los demás, intentando crear un camino seguro hacia una zona despejada.

El caos y la adrenalina se entrelazaban en el aire mientras Max, con una determinación feroz, cargaba a las personas heridas, sacándolas de los restos del avión uno por uno. Su rostro estaba cubierto de sudor y suciedad, pero sus ojos mostraban una resolución inquebrantable. Lo vi cargar a una mujer con una pierna rota, luego a un hombre con una herida en la cabeza, moviéndose incansablemente entre el desastre.

Mientras tanto, me uní a dos personas más, rebuscando frenéticamente entre los equipajes dispersos, intentando sacar todo antes de que el avión se incendiara por completo. El humo nos rodeaba, picando en mis ojos y garganta, pero no podíamos detenernos. Cada maleta arrojada a un lado era una pequeña victoria, un paso más hacia la seguridad.

El día avanzaba con una lentitud agónica, cada minuto sintiéndose como una hora mientras trabajábamos sin descanso. Finalmente, al caer la noche, nos reunimos en un pequeño claro cerca del avión, agotados pero vivos. Había veinte de nosotros, un número pequeño comparado con los casi ciento cincuenta pasajeros a bordo.

El crepúsculo se cernía sobre nosotros, y el silencio fue roto por el grito desgarrador de una niña pequeña. —¡Mamá!— Su voz era un eco de desesperación que resonó en mi pecho. Me apresuré hacia ella, mi corazón martillando en mis oídos. Al llegar, vi a la niña de no más de trece años, con una parte del avión atravesando su estómago.

Me arrodillé junto a ella, mi garganta apretándose mientras intentaba mantener la calma. Su respiración era agitada, y sus ojos llenos de miedo y dolor. —¿Has visto a mi mamá?— preguntó, su voz apenas un susurro. Negué con tristeza, sin poder encontrar las palabras adecuadas.

—Dígale que la quiero,— murmuró. La vi dejar de respirar, su pequeño cuerpo relajándose en una quietud que me rompió el corazón. Cerré sus ojos suavemente, conteniendo las lágrimas que amenazaban con desbordarse, y me levanté, caminando de vuelta hacia los demás.

Al llegar al grupo, me dejé caer al suelo, las emociones finalmente sobrepasándome. Lloré, las lágrimas fluyendo libremente mientras el peso de la tragedia caía sobre mí. El dolor de la pérdida y la impotencia eran abrumadores, pero también lo era el agradecimiento por aquellos que logramos salvar. Estábamos vivos, y aunque el futuro era incierto, sabíamos que teníamos que seguir adelante, unidos en medio del desastre.

La noche descendió con un peso sofocante, envolviéndonos en una oscuridad que parecía querer tragarnos enteros. El aire era denso y frío, calando hasta los huesos, y la humedad de la selva aumentaba la sensación de incomodidad. El resplandor anaranjado del fuego que consumía el avión iluminaba el claro, proyectando sombras alargadas y temblorosas que bailaban entre los árboles.

A pesar del calor intenso que emanaba del avión en llamas, nos mantuvimos a una distancia segura, conscientes del peligro de las explosiones y los gases tóxicos. Nos agrupamos en el claro, un grupo pequeño y vulnerable en medio de la vasta inmensidad de la selva.

Me tumbé sobre el suelo duro, usando mi mochila como almohada improvisada, pero el sueño era inalcanzable. Los murmullos de la selva se entremezclaban con los lamentos y sollozos de aquellos que habían perdido a alguien querido. El dolor y el miedo eran palpables, colgando en el aire como una manta sofocante.

A mi alrededor, vi a otros supervivientes acurrucados, algunos sollozando en silencio, mientras que otros simplemente miraban al vacío con expresiones vacías, aún intentando procesar la magnitud de la tragedia. Un hombre mayor sentado cerca de mí murmuraba una oración, sus manos temblorosas unidas en un gesto de desesperación. Una mujer joven abrazaba a su hijo pequeño, meciéndolo suavemente mientras lágrimas silenciosas corrían por sus mejillas.

El ruido del avión desmoronándose y el crujido de las llamas eran una banda sonora aterradora que nos recordaba constantemente nuestra precaria situación. No había consuelo en la noche; el cielo estrellado parecía indiferente a nuestro sufrimiento, sus luces distantes titilando sobre nosotros.

Me giré hacia un lado, tratando de encontrar una posición cómoda, pero mi mente estaba inquieta, reviviendo una y otra vez el caos del accidente. Cada vez que cerraba los ojos, veía la imagen de la niña a la que no pude salvar, su rostro una constante en mi mente.

A medida que avanzaba la noche, el frío se intensificaba, haciendo que mi cuerpo temblara a pesar de la chaqueta que había encontrado entre los restos. Me acerqué un poco más a los demás, buscando calor humano en medio de la adversidad.

El cansancio eventualmente comenzó a hacer mella, mis párpados se volvían pesados, y mis pensamientos se mezclaban en un torbellino de confusión y dolor. Aunque el sueño seguía siendo esquivo, la necesidad de descansar era apremiante, y me permití cerrar los ojos, esperando que el amanecer trajera consigo alguna forma de alivio.

La noche se sentía interminable, un recordatorio cruel de nuestra fragilidad, pero también una prueba de nuestra resistencia. Sabía que cuando llegara el día, tendríamos que enfrentarnos a los desafíos de sobrevivir en un entorno desconocido, pero por ahora, en la quietud de la noche, solo podíamos esperar y aferrarnos a la esperanza de que la ayuda llegaría pronto.

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