Día 460

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La cueva resonaba con los ecos de mis gritos, un compás de desesperación que se mezclaba con el sonido frenético de nuestros cuerpos. Max embestía con una intensidad salvaje, cada movimiento suyo llenándome de una mezcla abrumadora de dolor y placer. Mi frente estaba apoyada contra la pared fría de la cueva, las manos resbalando por la roca húmeda mientras trataba de mantenerme en pie. Los días de encierro, atrapados por la tormenta que azotaba la isla, habían desatado una bestia dentro de nosotros, una necesidad feroz de aferrarnos el uno al otro, de encontrar algún tipo de alivio en medio del caos.

Afuera, el viento aullaba como un lobo hambriento, las olas rompiendo contra las rocas con una furia imparable. Pero aquí dentro, todo lo que importaba era Max, sus manos firmes sujetando mis caderas, su aliento caliente en mi cuello, su nombre escapando de mis labios en susurros desesperados. La tormenta era solo un eco lejano, un ruido que apenas registrábamos mientras nos perdíamos en el calor del otro, en la única cosa que aún podíamos controlar: el placer.

Cuando finalmente se desplomó sobre mí, ambos respirábamos pesadamente, nuestros cuerpos empapados en sudor y extenuados. No había palabras, solo el sonido de nuestras respiraciones entrecortadas, mezcladas con el murmullo de la tormenta afuera.

La mañana siguiente, la tormenta había cedido, dejando un silencio inquietante en su estela. El aire estaba cargado con el olor a tierra mojada y sal, un recordatorio de la furia que había pasado. Salimos de la cueva, el paisaje exterior casi irreconocible, destrozado por la tormenta. Árboles caídos, ramas rotas, y frutas esparcidas por doquier, mezcladas con escombros arrastrados por el viento.

Max y yo comenzamos a recolectar lo que podíamos, caminando entre los restos de la tormenta, en silencio. Recogimos las frutas caídas, y los peces que habían sido arrastrados hasta la orilla, trabajando metódicamente, con una eficiencia nacida del hábito y la necesidad.

Mientras caminábamos, me pareció ver algo a lo lejos, una figura familiar. Mi corazón dio un vuelco cuando mis ojos reconocieron las siluetas de Julián y Fred. Pero rápidamente, la duda se instaló en mi mente. Había visto tantas cosas, escuchado tantas voces en mi cabeza, que ya no podía confiar en lo que mis sentidos me decían. Con una sacudida de la cabeza, me obligué a concentrarme de nuevo en la tarea, recogiendo más frutas con una sensación de desorientación.

—¡Sérgio!—, la voz de Julián me llegó, cortando a través del ruido blanco en mi mente. Mi cabeza se alzó bruscamente, el sonido tan real que me hizo dudar por un segundo más. Pero la cordura me traicionaba a menudo, y de nuevo intenté ignorarlo.

—¡Sergio!—, esta vez fue la voz aguda de Fred la que llamó mi atención, su grito infantil lleno de urgencia.

Solté lo que tenía en las manos, dejándolo caer al suelo mientras mis piernas comenzaban a moverse por su cuenta. Caminé lentamente hacia ellos, cada paso pesado con la duda y el miedo. ¿Podrían ser reales? ¿O era solo otro truco de mi mente, otra ilusión cruel?

—¿Son reales?—, mi voz tembló cuando la pregunta salió de mis labios. No fue hasta que sentí los brazos de Julián rodeándome, su abrazo apretado y desesperado, que finalmente me permití creerlo. El alivio corrió por mi cuerpo como una avalancha, derribando el muro de escepticismo que había construido a mi alrededor.

Bajé la mirada hacia Fred, quien me miraba con sus grandes ojos, llenos de inocencia y confusión. Lo alcé con cuidado, sosteniéndolo en mis brazos como si fuera el tesoro más preciado. Su rostro me golpeó como un puñetazo en el estómago. Era idéntico al de Cynthia, un recordatorio brutal de la pérdida que aún no había podido procesar por completo. Ella se había ido, creyendo que iba a reunirse con su hijo, y ahora él estaba aquí, vivo, mientras ella… no.

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