Fin

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El paso del tiempo había transformado nuestras vidas de maneras inesperadas y, a menudo, desafiantes. Reaprender a vivir y a disfrutar de los momentos cotidianos, después de haber pasado por tanto sufrimiento y dificultad, fue un proceso largo y lleno de altibajos. La experiencia de enfrentar y superar nuestras recaídas se convirtió en una parte fundamental de nuestra travesía hacia la sanación.

Era una tarde soleada, el aire estaba impregnado de la alegría y el bullicio de una celebración infantil. La fiesta de cumpleaños del pequeño Fred se había convertido en un evento esperado por todos, un momento de unión y felicidad en medio de los retos que habíamos enfrentado.

—¡Cuidado!— gritó Julián, su voz cargada de preocupación mientras observaba al pequeño Fred correr emocionado por el jardín, rodeado de sus amigos. Los niños jugaban y reían, creando un ambiente de pura felicidad.

—Checo, Max, qué bien que pudieron venir—, exclamó Julián con una sonrisa, su entusiasmo era contagioso.

—No nos lo podíamos perder—, respondí con una sonrisa genuina. La ocasión era demasiado especial para nosotros.

—Al final del día somos sus padrinos—, dijo Max, rodeándome con un brazo por detrás, su gesto era una muestra de afecto y complicidad. La calidez de su abrazo era un recordatorio constante de que, a pesar de todo, habíamos logrado superar nuestras dificultades.

—¡Checo, Max!— la mamá de Cynthia, ahora una figura familiar en nuestras vidas, se acercó a nosotros con una sonrisa cálida. —Pasen, hay tamales y tacos en la mesa para que agarren— nos dijo, guiándonos hacia la mesa de comida.

La nostalgia me invadió al recordar a Cynthia, una amiga que había sido una parte importante de nuestras vidas. Su ausencia era palpable, pero el amor y el cuidado que había dejado atrás seguían vivos en cada encuentro y en cada gesto.

—Gracias—, respondimos mientras nos dirigíamos hacia la mesa. La comida era un festín de sabores tradicionales, y tomamos un poco de todo, disfrutando de la rica variedad de tamales y tacos.

—Si están muy ricas como lo describía—, dijo Max, saboreando la comida con gusto. —Lo están—, añadí, mirando al cielo con una sonrisa nostálgica. La comida era un tributo a las tradiciones y a los momentos que habíamos compartido con aquellos que habíamos perdido.

—Tíos, gracias por sus regalos—, dijo Fred, emocionado al llegar a nuestro lado. Sus ojos brillaban con gratitud mientras nos entregaba un cálido abrazo.

El día continuó con risas y juegos, una celebración del presente que contrastaba con las dificultades del pasado. A medida que nos sumergíamos en la alegría de la fiesta, encontrábamos un respiro en medio de nuestras batallas personales. El tiempo y la terapia nos habían ayudado a enfrentar y superar nuestras dificultades, y este día de celebración era un testimonio de nuestra capacidad para seguir adelante y encontrar la felicidad nuevamente.

A pesar de las cicatrices que llevábamos y los recuerdos dolorosos que aún podían surgir, el presente nos ofrecía momentos de alegría y conexión. La fiesta de Fred, con su bullicio y su energía vibrante, era un recordatorio de que, a pesar de todo, había espacio para la felicidad y el amor en nuestras vidas. Y mientras mirábamos a Fred jugar y reír, sabíamos que estábamos encontrando nuestro camino hacia un futuro lleno de esperanza y posibilidades.

El cielo estaba nublado cuando Max y yo llegamos al cementerio. Era uno de esos días en los que el cielo parecía reflejar el estado de ánimo más que simplemente ser un telón de fondo. El frío de la mañana se asentaba en el aire, y la brisa suave parecía susurrar los nombres de aquellos que habíamos perdido.

El cementerio era un lugar tranquilo, rodeado de árboles altos que ofrecían sombra a las lápidas. Caminamos en silencio entre las tumbas, siguiendo el sendero que nos llevó hasta el monumento con los nombres de aquellos que no habían sobrevivido al accidente. La piedra fría bajo nuestros pies contrastaba con el calor de las lágrimas que se acumulaban en nuestros ojos.

Nos detuvimos frente a la placa. Mis dedos recorrieron las letras grabadas, y encontré el nombre de Cynthia, el de Pedro y el de Alfredo. El nombre de Alfredo estaba grabado justo al lado del de su hermano. Sonreí al ver cómo sus nombres estaban juntos, un testimonio de su vínculo eterno.

—No mentiste cuando dijiste que no se separaban—, murmuré con una sonrisa triste, mientras el nudo en mi garganta se apretaba. La ironía de las palabras no pudo evitar hacerme sentir un dolor punzante mientras recordaba cuánto se habían querido.

Max, de pie a mi lado, tenía la mirada fija en el monumento. Sus ojos estaban húmedos y la expresión de su rostro mostraba una mezcla de dolor y aceptación. Se acercó y colocó una mano sobre mi hombro, un gesto de consuelo compartido.

—Siempre van a estar en nuestro corazón—, susurró Max, sus palabras eran suaves y cargadas de una tristeza que ambos compartíamos. Nos quedamos en silencio por un momento, dejando que el peso de la ausencia se asentara entre nosotros.

Después de un rato, nos retiramos lentamente del cementerio. Cada paso que dábamos parecía resonar con el eco de los recuerdos y el peso de la pérdida. A pesar de que los años habían pasado, el dolor nunca se fue completamente, pero aprendimos a vivir con él. La tristeza se convirtió en una parte de nuestra existencia, un recordatorio constante de lo que habíamos perdido, pero también de lo que habíamos ganado al encontrar la fuerza para seguir adelante.

En los días siguientes, mientras nos enfrentábamos a la vida con sus desafíos y alegrías, sabíamos que el dolor seguiría siendo una parte de nosotros. Porque aunque fuimos encontrados, alguna vez estuvimos perdidos.

Pérdidos|| Chestappen Donde viven las historias. Descúbrelo ahora