Día 47

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El sonido de nuestras risas resonaba en la pequeña área donde habíamos improvisado un espacio para trabajar. Julián, con su habitual torpeza, intentaba una vez más coser una palma para agregarla a la manta que estábamos confeccionando. Sin embargo, como era de esperarse, la palma se rompió con un crujido seco.

—Así no,— lo regañó Cynthia con una mezcla de exasperación y diversión. —Es la cuarta palma que rompes.— Bufó, pero su frustración era más por la repetición del error que por el daño en sí.

No pude evitar reírme al ver la expresión de Julián, que trataba de ocultar su vergüenza con una sonrisa traviesa. Cynthia nos había enseñado a utilizar las palmas que recogíamos en la isla para fabricar sombreros, mantas, y hasta reforzar nuestras casas improvisadas. Era un trabajo tedioso y minucioso, pero vital para nuestra supervivencia.

—Checo también ha roto varias,— se defendió Julián, apuntándome con un dedo acusador.

—Eso es cierto,— admití entre risas, levantando las manos en señal de rendición. —Pero al menos yo no he roto cuatro en un solo día.— Mi comentario hizo que Cynthia soltara una risa suave, y Julián me lanzó una mirada que decía que no estaba tan contento con mi broma.

—Deberían aprender de Max,— dijo Cynthia señalando a Max, que estaba sentado un poco más lejos de nosotros, con la cabeza inclinada mientras trabajaba en lo que parecía ser un sombrero. Sus manos se movían con destreza, y a diferencia de nosotros, él no había roto ninguna palma.

Julián y yo intercambiamos miradas y, casi al unísono, respondimos:

—Lo sentimos.—

Nos reímos de nuestra sincronización, pero la atención de ambos se desvió hacia Max, que parecía concentrado y distante, ajeno a nuestra pequeña conversación y las risas compartidas. Había algo en su postura que me hizo detenerme y observarlo por un momento más largo. A pesar de las tensiones que habían surgido entre nosotros en los últimos días, había algo profundamente reconfortante en verlo tan inmerso en una tarea tan simple, como si estuviera buscando algo de paz en ese trabajo manual.

Max levantó la mirada brevemente y me sorprendí al ver que sus ojos se encontraron con los míos. No había reproche ni tristeza, solo una neutralidad que me descolocó. Antes de que pudiera leer más en su expresión, volvió a concentrarse en su trabajo.

—Max es como una máquina, ¿verdad?— comentó Julián, rompiendo el silencio que se había formado.

—Sí, lo es,— respondí, forzando una sonrisa. Pero en el fondo, sentí un peso en el pecho al darme cuenta de que la distancia entre nosotros, antes emocional, ahora también se estaba volviendo física. Aunque estábamos a solo unos metros de distancia, sentía que había un abismo que nos separaba.

Cynthia, siempre perceptiva, notó mi silencio y se acercó, dándome una ligera palmada en el hombro.

—Ya aprenderás, Checo,— dijo con amabilidad, refiriéndose a la costura, pero había una profundidad en su tono que me hizo pensar que hablaba de algo más.

Asentí, intentando enfocarme en la tarea frente a mí, pero no pude evitar lanzar otra mirada en dirección a Max, deseando que las cosas pudieran ser tan simples como tejer una palma sin romperla.

El día había empezado con una sensación extraña en el aire, una mezcla de satisfacción y aburrimiento. Después de semanas de arduo trabajo, nuestras tiendas estaban completamente remodeladas, las provisiones de comida y agua aseguradas, y habíamos dedicado tanto tiempo a manualidades que ya no quedaba nada más por hacer. A pesar de todo, el aburrimiento persistía, flotando como una nube gris sobre nosotros.

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