Hogar

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Cuando llegué a casa, esa que solía ser mi refugio, un lugar que en otros tiempos había representado seguridad, calidez y normalidad, algo dentro de mí se sintió completamente fuera de lugar. Desde el instante en que puse un pie en la entrada, un abrumador sentimiento de extrañeza me envolvió, como si estuviera entrando en un lugar desconocido, una réplica de lo que una vez fue mi hogar, pero que ahora no tenía nada de familiar.

El vestíbulo estaba igual que como lo había dejado, la pequeña mesa de madera con el jarrón de flores, que mi madre solía cambiar cada semana, seguía en su lugar. El espejo grande que colgaba en la pared reflejaba una imagen de mí mismo que no reconocía. Mi piel estaba más bronceada, pero a la vez pálida, con un tono casi cenizo, y mis ojos, hundidos y cansados, parecían pertenecer a alguien mucho mayor. La ropa limpia y bien planchada que llevaba contrastaba de manera inquietante con los recuerdos de la ropa desgastada y sucia que había llevado durante tanto tiempo.

Cada paso que daba resonaba en la casa vacía, y cada resonancia parecía un eco de lo que solía ser mi vida. Caminé lentamente por el pasillo, y a medida que avanzaba, la sensación de irrealidad solo aumentaba. Pasé por la sala, donde el sofá estaba exactamente en el mismo lugar de siempre, las cortinas aún colgaban con ese suave movimiento que solía encontrar relajante, pero ahora todo parecía demasiado estático, casi como si la vida misma hubiera sido drenada del lugar en mi ausencia.

Entré a la cocina y todo estaba en orden, como si el tiempo se hubiera detenido. Los platos estaban apilados en el estante, las tazas colgaban de sus ganchos, y la cafetera estaba en su sitio, lista para ser usada. Sin embargo, a pesar de la familiaridad de cada objeto, no podía evitar sentir que todo era ajeno, como si este lugar hubiera pertenecido a otra persona, a otra vida. Mi vida anterior.

Caminé hacia mi habitación, la que solía ser mi santuario. Cuando abrí la puerta, la sensación de extrañeza se profundizó. La cama estaba hecha, las sábanas estiradas, sin arrugas, y la almohada se veía tan mullida como siempre. Pero al sentarme en el borde, sentí que la cama no era mi cama. La suavidad del colchón bajo mi peso era extraña, incómoda. Me había acostumbrado tanto a dormir en el suelo duro de la cueva, que esta comodidad me resultaba desconcertante, incluso opresiva. Me tumbé, pero no pude encontrar una posición que me resultara natural. Todo estaba demasiado limpio, demasiado suave, demasiado ordenado.

Incluso el aire dentro de la casa me parecía distinto. Olía a detergente y a la frescura que dejaban las ventanas abiertas, pero ese aroma me resultaba insípido. Extrañaba el olor del mar, de la sal en el aire, incluso el hedor a humedad y tierra que me había acompañado durante tanto tiempo.

Me levanté de la cama y caminé hacia la ventana. Al abrirla, el aire fresco de la tarde entró en la habitación, y por un momento, cerré los ojos, esperando que el sonido de las olas llegara a mis oídos. Pero solo escuché el ruido del tráfico lejano, los murmullos de la ciudad y la vida que continuaba afuera, ajena a mi realidad. Nada de eso me confortó.

Todo era demasiado normal, demasiado perfecto. Sentía como si estuviera atrapado en una especie de simulación, donde cada detalle estaba perfectamente recreado, pero carente de la esencia que lo hacía real para mí. La casa que una vez había sido mi refugio se sentía ahora como una prisión de recuerdos que no podía habitar del todo. Era como si el Checo que había vivido aquí antes de todo lo que había pasado se hubiera desvanecido, y en su lugar, hubiera regresado alguien completamente diferente, un extraño en su propio hogar.

Me senté en el suelo de la habitación, con las rodillas dobladas y los brazos cruzados sobre ellas, tratando de encontrar algún resquicio de consuelo en este lugar que ya no sentía mío.

Sentado en el suelo de mi habitación, la extrañeza que me había invadido desde que había llegado a casa comenzó a transformarse en algo más oscuro, más opresivo. Al principio, fue solo una sensación de incomodidad, como si el aire se hubiera vuelto más denso, más difícil de respirar. Pero pronto, esa incomodidad se intensificó, creciendo dentro de mí hasta convertirse en un nudo en el estómago que se expandía, estrangulando cualquier posibilidad de calma.

Mi pecho comenzó a apretarse, cada inhalación se volvió un esfuerzo titánico, como si el oxígeno se negara a entrar en mis pulmones. Mi corazón, que hasta ese momento había latido con un ritmo lento, casi adormilado, de repente comenzó a acelerarse, golpeando contra mis costillas con una fuerza que sentía en todo mi cuerpo. Podía oír el latido en mis oídos, un tamborileo frenético que ahogaba cualquier otro sonido.

Los pensamientos en mi mente, que hasta hacía un momento habían estado dispersos y confusos, comenzaron a arremolinarse en un torbellino de pánico. Sentía como si cada preocupación, cada miedo que había acumulado durante mi tiempo en la isla, se hubiera desatado de golpe, liberado por la sensación de desubicación que me invadía. Todo lo que había vivido, todo el dolor, el miedo, la soledad, se precipitó sobre mí como una ola gigante, arrasándome por completo.

Mis manos comenzaron a temblar incontrolablemente, y la primera reacción instintiva fue cerrarlas en puños, intentando detener el temblor, pero solo logré que mis uñas se clavaran en mis palmas. Podía sentir la humedad en mis manos, y cuando las abrí, vi pequeños puntos de sangre donde mis uñas habían perforado la piel. Pero el dolor físico no me devolvió a la realidad, no fue suficiente para arrancarme de esa espiral descendente.

La habitación a mi alrededor comenzó a encogerse, o al menos así lo sentía. Las paredes parecían cerrarse sobre mí, la distancia entre el techo y el suelo se reducía, y el espacio, que antes había sido amplio, se volvía sofocante, como si estuviera atrapado en una caja de la que no podía escapar. Mi visión se nubló, como si estuviera mirando el mundo a través de un vidrio empañado. Todo se volvió borroso, y la única cosa que permanecía clara era el pánico que me consumía.

Mis pensamientos se volvieron caóticos, incontrolables. "No puedo respirar", me repetía una y otra vez, aunque sabía que no era cierto, que el aire estaba ahí, pero mi cuerpo se negaba a aceptarlo. "Voy a morir", era la siguiente frase que resonaba en mi mente, una certeza irracional pero que en ese momento sentía como la verdad absoluta.

Me llevé las manos a la cabeza, intentando detener el torrente de pensamientos, como si pudiera apagar mi mente con solo apretarme las sienes, pero todo lo que conseguí fue aumentar la presión, el dolor que se irradiaba desde mi pecho hasta cada rincón de mi cuerpo. Me sentí atrapado, no solo en la habitación, sino en mi propio cuerpo, como si fuera una prisión de carne y hueso de la que no había escape.

De repente, un fuerte sollozo escapó de mi garganta, un sonido gutural, casi animal, que no reconocí como propio. Pero una vez que ese primer sollozo se liberó, ya no pude detener los siguientes. Lloré, con una desesperación que nunca había sentido antes, sintiendo que el mundo entero se desmoronaba a mi alrededor. Mi cuerpo se convulsionaba con cada respiración entrecortada, y el llanto se volvió un torrente incontrolable, un desahogo de todo lo que había reprimido durante tanto tiempo.

Rodé sobre mí mismo, acurrucándome en una posición fetal en el suelo, mientras las lágrimas empapaban el suelo debajo de mí. No sabía cuánto tiempo estuve así, solo llorando, temblando, sintiendo que me desmoronaba por completo. La habitación se desvaneció a mi alrededor, el suelo bajo mi cuerpo parecía disolverse, y todo lo que quedaba era la oscuridad de mi propia mente, un vacío aterrador que parecía no tener fin.

En medio de ese caos, escuché voces a lo lejos, apagadas y distantes, pero no pude distinguir lo que decían. Mi mente estaba tan atrapada en su propio pánico que no podía procesar nada del mundo exterior. Sentí unas manos sobre mí, suaves pero firmes, intentando sostenerme, pero incluso ese contacto me pareció extraño, ajeno.

—Respira, Checo, respira—, escuché, pero las palabras no tuvieron sentido para mí. Todo lo que podía hacer era llorar y temblar, esperando que ese infierno interior, esa tormenta que me devoraba, finalmente se calmara. Pero en ese momento, parecía que no había escape, que el pánico se había convertido en mi nueva realidad, una en la que el alivio no existía, solo un vacío insondable.

Me sentí completamente impotente, como un niño perdido en la oscuridad, buscando desesperadamente una luz que no podía encontrar. La angustia, el miedo y la desesperación me ahogaron por completo, hasta que finalmente, en algún lugar profundo dentro de mí, algo se quebró, y todo se volvió negro.

Pérdidos|| Chestappen Donde viven las historias. Descúbrelo ahora