Día 2

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A pesar de mis esfuerzos por conciliar el sueño, las bajas temperaturas de la noche se filtraban a través de mi ropa, calando hasta los huesos. La arena fría y húmeda no ofrecía consuelo, y cada vez que cerraba los ojos, el viento cortante me hacía estremecer. Me envolví en la delgada manta que había encontrado entre los restos, pero el alivio era escaso. La sensación de frío parecía arraigarse profundamente, como si intentara borrar cualquier rastro de calor que quedara en mi cuerpo.

El cielo, que durante el día había sido un techo de azules vibrantes, ahora estaba cubierto de estrellas titilantes que no ofrecían más que un testimonio distante de nuestra soledad. La luna, en su cuarto menguante, arrojaba un pálido resplandor sobre la escena, iluminando las caras pálidas y preocupadas de los demás sobrevivientes.

Mientras intentaba encontrar una posición cómoda, otro problema más apremiante se hizo evidente: la sed. Al principio, había sido una molestia menor, un leve cosquilleo en la garganta. Pero a medida que la noche avanzaba, se transformó en una necesidad apremiante e ineludible. Mis labios estaban secos y agrietados, y mi lengua se sentía como papel de lija dentro de mi boca. Cada trago vacío que intentaba hacer era un recordatorio punzante de nuestra falta de recursos.

El agua era una necesidad urgente. Sin ella, nuestra situación solo empeoraría. Me incorporé y miré a mi alrededor, viendo las sombras de los otros sobrevivientes en el claro. Algunos estaban tan desesperados como yo, buscando cualquier manera de mitigar la sed que nos carcomía. Sin agua, no solo estábamos en riesgo por el frío, sino también por la deshidratación, que amenazaba con debilitar aún más nuestros cuerpos ya exhaustos.

A mi lado, una joven mujer intentaba reconfortar a su bebé, que lloraba suavemente, probablemente más por el miedo que por el frío o la sed. Su murmullo calmante era apenas audible sobre el sonido del viento y el oleaje. Vi la desesperación en sus ojos, reflejando mis propios miedos. Sabía que teníamos que encontrar agua pronto.

Recordé haber visto algunas botellas de agua vacías esparcidas cerca de los restos del avión. Quizás, si nos movíamos hacia la selva, podríamos encontrar alguna fuente de agua dulce. Pero la idea de adentrarse en la jungla oscura y peligrosa era aterradora. Sin embargo, sabía que no podíamos quedarnos quietos.

Me acerqué a un pequeño grupo que parecía estar discutiendo en voz baja. Uno de ellos, un hombre mayor con una barba canosa, hablaba sobre la posibilidad de buscar agua al amanecer. A pesar del riesgo, coincidimos en que era la mejor opción. Nos organizaríamos en grupos pequeños para explorar el área en cuanto la luz del día comenzara a filtrarse entre los árboles.

Mientras tanto, traté de distraerme del implacable aguijón de la sed pensando en otras cosas. Recordé el abrazo de Lewis en el aeropuerto, su promesa de que estaríamos juntos pronto. Me aferré a ese pensamiento, dejando que el calor del recuerdo intentara contrarrestar el frío que se colaba en mi ser.

Pero el amanecer parecía estar a un millón de años de distancia. La noche continuó arrastrándose lentamente, cada minuto marcado por el golpeteo rítmico de las olas y el susurro del viento a través de las palmeras. Todo lo que podía hacer era esperar y rezar para que el día trajera consigo la esperanza de un nuevo comienzo y, con suerte, la salvación de nuestra desesperada situación.

El amanecer trajo consigo una nueva esperanza y un resplandor dorado que se filtraba a través de la densa selva, iluminando el claro donde estábamos reunidos. Estábamos organizándonos para adentrarnos en la jungla en busca de agua cuando, de repente, una figura emergió de entre los árboles. Fue seguido por otras sombras tambaleantes, y, al enfocarme bien, reconocí al grupo de exploradores que había partido el día anterior. La vista de ellos provocó un suspiro colectivo de alivio entre los supervivientes que habíamos quedado atrás.

La preocupación por Max, que había estado presente en el fondo de mi mente durante toda la noche, se intensificó cuando escaneé frenéticamente entre las figuras en movimiento. Y entonces, lo vi. Estaba detrás del grupo, su silueta inconfundible cargando algunas frutas que seguramente habían encontrado en su incursión. El alivio me inundó de tal manera que mis ojos se llenaron de lágrimas involuntariamente.

—¡Max! —grité, mi voz quebrada por la emoción. Me impulsé hacia adelante, olvidando momentáneamente el dolor punzante en mi pierna. Corrí hacia él, el sonido de mi respiración pesada resonando en mis oídos mientras cruzaba el claro.

Al verme, Max dejó caer las frutas que sostenía y extendió los brazos justo cuando me lancé hacia él, envolviéndolo en un abrazo desesperado. Sentí su cuerpo rígido y cansado contra el mío, pero su abrazo fue fuerte, casi protector, como si el simple hecho de estar vivos y juntos en ese momento fuera suficiente para mantenernos a flote.

—Pensé que te había pasado algo —confesé entre sollozos, mi voz apenas un susurro contra su hombro.

—Estoy bien —respondió, su tono un eco de alivio. Su voz, aunque calmada, llevaba consigo una carga de cansancio que solo podía ser producto de la larga noche que había tenido.

Nos separamos, la incomodidad momentánea de nuestro contacto haciendo que ambos diéramos un paso atrás. Pero esa breve conexión había sido necesaria, un recordatorio de que, a pesar de nuestras diferencias y discusiones pasadas, estábamos juntos en esto.

Miré hacia abajo, hacia las frutas esparcidas a nuestros pies, y me reí entre lágrimas al verlas allí, una prueba tangible de que incluso en medio del caos, había esperanza y posibilidades de supervivencia.

—Encontramos estas —dijo Max, recuperando su compostura mientras se agachaba para recoger las frutas—. Hay un pequeño arroyo no muy lejos de aquí. Podremos abastecernos de agua y traer de vuelta al grupo que se quedó.

El alivio y la alegría se extendieron rápidamente entre el grupo de supervivientes al escuchar esas palabras.

Mientras los demás se apresuraban a organizarse para ir al arroyo y traer el agua, me quedé al lado de Max, observándolo mientras compartía la ubicación del arroyo y las precauciones que debíamos tomar.

—Gracias —le dije finalmente, cuando tuvimos un momento a solas—, por haber vuelto y por no rendirte.

Max me miró por un momento, su expresión suavizándose. —No podía dejar que la jungla me venciera —dijo, su tono ahora más ligero—. Además, alguien tenía que asegurarse de que no hicieras locuras mientras yo no estaba.

La broma hizo que sonriera, y por primera vez desde el accidente, sentí una chispa de esperanza real. Con Max y el resto de los supervivientes a mi lado, tal vez podríamos superar esta prueba. Y así, con la determinación renovada, nos preparamos para enfrentar lo que el día pudiera traer, unidos por la adversidad y el deseo de sobrevivir.

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