Aeropuerto

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El helicóptero aterrizó suavemente en el aeropuerto, pero en cuanto la puerta se abrió, el mundo exterior nos golpeó con fuerza. Los flashes de las cámaras de los reporteros nos recibieron antes de que pudiéramos bajar, sus destellos intermitentes iluminando el interior del helicóptero y cegando mis ojos acostumbrados a la penumbra de la cueva. Las voces, gritos, y preguntas lanzadas sin descanso, se mezclaban en un caos ensordecedor. Reporteros se agolpaban en todas partes, micrófonos y cámaras empujando hacia nosotros, como si fueran bestias hambrientas en busca de una exclusiva.

Apenas podía procesar lo que estaba pasando. Los soldados intentaban abrirnos paso, pero la multitud parecía imparable, abalanzándose hacia nosotros con una intensidad que era imposible de contener. Mi corazón latía con fuerza, el ruido y el alboroto volviéndose cada vez más abrumadores. El mundo parecía girar a mi alrededor, cada imagen y sonido deformándose en un torbellino de confusión y ansiedad.

Intenté avanzar, aferrándome a la mano de Lewis mientras los militares nos empujaban hacia la salida. Pero todo se volvió demasiado, demasiado rápido, demasiado fuerte. El peso de la multitud, el brillo de los flashes, las voces que se mezclaban en una cacofonía indescifrable... todo se juntó hasta que simplemente no pude más. Mi respiración se volvió errática, el pecho apretándose como si el aire hubiera desaparecido por completo. Y luego, en un segundo, todo se volvió negro.

Cuando abrí los ojos, la luz era tenue, y lo primero que escuché fue el sonido rítmico de una máquina a mi lado. Parpadeé varias veces, tratando de enfocar mi visión, pero todo me parecía irreal, como si estuviera atrapado en un sueño del que no podía despertar. Las paredes blancas del cuarto de hospital me rodeaban, y el olor a desinfectante invadía mis sentidos. A mi lado, una máquina monitoreaba mis signos vitales, su pitido constante creando un fondo monótono que solo hacía que mi cabeza retumbara más fuerte.

Intenté moverme, pero el dolor punzante en mi brazo me hizo mirar hacia abajo, notando las sondas y cables conectados a mi cuerpo. No me importó. Solo una palabra resonaba en mi mente, una sola necesidad que quemaba mi garganta.

—Max—, susurré, mi voz ronca y débil. Moví mi mano para quitarme las sondas, ignorando el dolor que esto me causaba. —Max—, repetí, con un tono más desesperado mientras intentaba levantarme de la cama.

Las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas cuando el pánico me invadió. Necesitaba verlo, asegurarme de que estaba bien, que no había sido todo un sueño. Pero en cuanto me incorporé, sentí un par de manos firmes en mis hombros, empujándome suavemente de vuelta a la cama.

—Hijo, cálmate—, la voz familiar de mi madre me llegó como un bálsamo en medio del caos. Estaba a mi lado, su expresión llena de preocupación y ternura mientras trataba de controlarme, sujeta a la cabecera de la cama.

Pero no podía calmarme. No sin saber.

—¿Dónde está Max?—, pregunté, mi voz temblando, notando lo seca que estaba mi garganta, como si no hubiera bebido agua en días. Mi mente se nublaba de nuevo por la confusión y la necesidad desesperada de saber.

—Él está con su familia—, me informó mi mamá con suavidad, acariciando mi frente con la esperanza de calmarme, pero la información no hacía más que aumentar mi ansiedad.

—Quiero verlo—, supliqué, mirando a mi madre con ojos suplicantes. —También a Julián y a Fred—, pedí, con un tono quebrado por la preocupación y el agotamiento.

Mi mamá vaciló un segundo antes de asentir lentamente.

—Voy a ver qué puedo hacer—, dijo, su voz suave pero firme. Me dio un beso en la frente antes de salir de la habitación, dejándome solo con mis pensamientos y la máquina que seguía marcando mi ritmo cardíaco, su sonido implacable recordándome que, aunque estaba a salvo, mi corazón aún latía con la angustia de no tener cerca a quienes más necesitaba.

Mientras yacía en la cama, aún debilitado por la falta de fuerzas, escuchaba fragmentos de una conversación a lo lejos. Era el doctor, su voz baja pero grave mientras hablaba con mi madre y una enfermera. Mencionó la desnutrición, la falta de vitaminas, y algo sobre mi estado físico general. Las palabras llegaban a mis oídos como un eco distante, pero mi mente no podía concentrarse en nada más que en la necesidad de ver a Max y a los demás.

Una enfermera, con expresión gentil pero decidida, entró en mi habitación y comenzó a desconectar cuidadosamente algunas de las sondas que me mantenían monitoreado. Me ofreció su brazo para ayudarme a pararme, y aunque mi cuerpo se sentía como si estuviera hecho de plomo, me obligué a moverme. Con el suero aún conectado, caminé lentamente, tambaleándome, apoyándome en la enfermera para mantenerme erguido.

Salí de la habitación con pasos lentos y pesados, sintiendo cada zancada como un esfuerzo titánico, pero la determinación de llegar a ellos me empujaba hacia adelante. Finalmente, llegué a un pequeño salón de espera, donde los vi.

Julián estaba sentado en una silla, con Fred acurrucado en sus brazos. Su rostro estaba manchado de lágrimas, la desesperación y el alivio mezclados en sus ojos. Fred, ajeno a la intensidad del momento, descansaba con la inocencia de un niño que había pasado por más de lo que jamás debería haber soportado.

Pero fue Max quien capturó toda mi atención. Estaba de pie, ligeramente inclinado hacia adelante, con los brazos cruzados y los hombros tensos, como si cargara el peso del mundo. Sus ojos encontraron los míos en el instante en que entré, y pude ver el dolor, la culpa, y el amor reflejados en su mirada. Sin dudarlo, solté el brazo de la enfermera y, con el suero aún colgando a mi lado, me apoyé en la pared mientras avanzaba hacia él.

—Max—, susurré con la voz quebrada mientras me lanzaba hacia él. Max me recibió en sus brazos, apretándome con tanta fuerza que por un momento pensé que nunca podría soltarme, pero esa presión era justo lo que necesitaba.

Nos aferramos el uno al otro como si al soltar nos desvaneciéramos en el aire. Y ahí, en sus brazos, me permití romperme. Las lágrimas que había contenido durante tanto tiempo comenzaron a fluir, calientes y liberadoras. Max también lloraba, sus lágrimas cayendo sobre mi hombro mientras su pecho subía y bajaba con cada sollozo.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, abrazados, llorando juntos, pero en algún momento sentí la presencia de otras personas. Las enfermeras intentaron separarnos, preocupadas por mi estado, pero me negué. No me importaba si estaba débil, si necesitaba descanso. En ese momento, la única medicina que necesitaba era estar cerca de Max.

—¿Me sigues amando?—, escuché su voz quebrada cerca de mi oído, con un miedo palpable que se arrastraba en cada palabra.

Sus palabras atravesaron el dolor y el cansancio que sentía, y levanté la cabeza lo suficiente como para mirarlo a los ojos.

—Jamás dejaré de hacerlo—, susurré, mi voz llena de sinceridad y promesas que no necesitaban ser dichas. Las lágrimas seguían cayendo, pero ya no importaban. Ignoré a las personas alrededor, las miradas curiosas y las palabras que intentaban consolarme. Todo lo que importaba era él, y con esa convicción, lo acerqué a mí y lo besé.

El mundo se desvaneció en ese instante, y solo existíamos nosotros dos, aferrándonos el uno al otro como si fuéramos lo único real en un mundo de caos. El beso fue suave al principio, pero a medida que las emociones reprimidas se desbordaban, se volvió más urgente, más necesitado. Era un recordatorio de que estábamos vivos, de que habíamos sobrevivido, y que, a pesar de todo lo que habíamos pasado, seguíamos aquí, juntos.

Finalmente, nos separamos, pero nuestros cuerpos seguían pegados, nuestras respiraciones entrelazadas mientras compartíamos ese momento de paz en medio de la tormenta.

Pérdidos|| Chestappen Donde viven las historias. Descúbrelo ahora