Día 69

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Tres días después, la tormenta finalmente cedió. Los cielos despejaron, y el rugido incesante del agua cayendo desde los cielos se transformó en un murmullo suave. Pero aunque la tormenta había terminado, ninguno de nosotros sugirió abandonar la cueva. Habíamos pasado por demasiado, y ese espacio oscuro y húmedo se había convertido en nuestro refugio seguro, un lugar donde podíamos soportar juntos lo que fuera que el mundo nos arrojara.

La cueva, que había comenzado como un refugio temporal, se convirtió en nuestro hogar improvisado. Nos adaptamos rápidamente a la vida allí. Limpiamos el espacio, organizamos nuestras pertenencias, e incluso mejoramos nuestra comodidad lo mejor que pudimos. Cada día, nos acostumbramos más a la simplicidad y al aislamiento, y aunque sabíamos que eventualmente tendríamos que salir, la cueva ofrecía una extraña sensación de paz.

Una mañana, mientras el sol brillaba sobre la cascada que caía cerca de nuestra cueva, Max decidió lanzarse desde la cima de la cascada, gritando con júbilo mientras caía en picada al agua cristalina de abajo.

—¡8!— gritó Julián, levantando las manos desde la orilla, donde él y Cynthia observaban la escena, riendo y calificando el salto de Max con exagerada seriedad.

Cynthia lo siguió con un grito propio. —¡7!

Max emergió de la superficie con una gran sonrisa, su cabello empapado pegado a su frente, sus ojos brillando con emoción. Yo lo observaba desde arriba de la cascada, disfrutando del momento, antes de inhalar profundamente y decidir unirme.

Corrí hacia el borde de la cascada, sintiendo la adrenalina fluir por mis venas, y salté al agua con una risa, sintiendo el viento rozar mi rostro mientras caía. El impacto con el agua fue refrescante, y nadé rápidamente hacia la superficie, ansioso por escuchar mi puntuación.

—¡9!— gritó Julián, aplaudiendo entusiasta.

—¡10!— exclamó Cynthia con una amplia sonrisa.

Emergí del agua riendo, complacido por la puntuación perfecta que Cynthia me había otorgado, pero antes de que pudiera disfrutar del momento, vi a Max nadar hacia mí, una sonrisa juguetona en su rostro.

—Es trampa—, protestó, aunque sus ojos brillaban con diversión mientras me rodeaba.

—No lo es—, respondí, riéndome mientras me echaba hacia atrás, preparándome para cualquier cosa que Max tuviera en mente. Sabía que no se rendiría fácilmente.

Sin previo aviso, Max se lanzó hacia mí, agarrándome por la cintura y tirando de mí hacia abajo, sumergiéndome bajo el agua. Luché por un momento, riendo y chapoteando mientras intentaba liberarme de su agarre.

—Hey—, me quejé con una sonrisa, pero no podía evitar devolverle la broma. Tan pronto como logré liberarme, hice lo mismo, tirando de él hacia abajo con todas mis fuerzas. Pero Max, siendo más fuerte, no me dejó salir tan fácilmente como yo lo había hecho con él. En lugar de eso, me mantuvo bajo el agua un poco más, riendo mientras luchaba por alcanzar la superficie.

Finalmente, emergí, jadeando pero riendo, sintiendo cómo la tensión de los últimos días se desvanecía en esos momentos de pura diversión y camaradería. Max también salió, sonriendo con esa mezcla de competitividad y amistad que se había vuelto tan común entre nosotros.

Nos quedamos un rato más en el agua, disfrutando de la libertad que sentíamos después de tantos días de confinamiento y tormenta. Sabíamos que este momento de alegría era fugaz, que eventualmente tendríamos que enfrentar la realidad nuevamente, pero por ahora, nos permitimos disfrutar de lo que teníamos, sumergidos en el agua bajo la cálida luz del sol, juntos y en paz.

A mediodía, después de disfrutar de la cascada y del agua refrescante, decidimos salir y dirigirnos al bosque para recolectar más frutas. Habíamos convertido este simple acto en una especie de juego, riéndonos mientras competíamos por ver quién podía recoger más frutas en menos tiempo. Max y yo estábamos especialmente inmersos en esta pequeña competición, corriendo entre los árboles y las plantas, bromeando sobre quién sería el ganador.

La cálida luz del sol filtrándose entre las hojas creaba un ambiente casi irreal, con los colores de la naturaleza intensificados por la humedad del ambiente. Todo se sentía más vivo, más vibrante. Las ramas crujían bajo nuestros pies, y las risas se mezclaban con el sonido de los pájaros y el viento suave que acariciaba las hojas.

—¡Voy ganando!— grité, sosteniendo una gran cantidad de frutas en mis manos. Mi voz resonó entre los árboles, y me sentí invencible por un breve momento.

Pero Max, con su habitual astucia, no estaba dispuesto a dejarme ganar tan fácilmente. En un abrir y cerrar de ojos, apareció detrás de mí y, con una sonrisa maliciosa, me sujetó por la cintura, haciendo que toda la fruta que había recogido cayera al suelo.

—¡Hey!— protesté, mi tono entre la sorpresa y la risa. Pero cuando sentí su respiración cálida contra mi cuello, el aire se volvió denso, y un nerviosismo repentino me recorrió el cuerpo. Mis palabras se volvieron un susurro. —Eres un tramposo—, me gire a verlo.

Max no perdió su sonrisa, ahora más cercana, más intensa. —No pusimos reglas— dijo con voz suave, y el brillo en sus ojos reflejaba una victoria que iba más allá del juego. —Gané.

Él se acercó aún más, sus labios a solo un par de centímetros de los míos. Sentí un nudo en la garganta y carraspeé, intentando recuperar algo de control sobre la situación. —No hay premio— dije, pero mi voz traicionaba mi intento de mantener la compostura. Intenté alejarme, pero sus brazos me rodeaban firmemente.

—Tal vez lo haya— susurró, sus palabras vibrando en el aire entre nosotros antes de cerrar la distancia y besarme.

En el instante en que sus labios tocaron los míos, todo pensamiento racional pareció desvanecerse. Al principio, mi cuerpo reaccionó con sorpresa, una resistencia que se derrumbó en cuestión de segundos. A pesar de mi lucha interna, no pude evitar ceder. El calor de su cuerpo, la presión suave de sus labios, me hicieron olvidar todo lo demás. Por un momento, el mundo desapareció, y solo existíamos él y yo, enredados en ese beso que llevaba tanto tiempo contenido.

Mi mente gritaba que estaba mal, que debía detenerme, pero no lo hice. No podía. Una parte de mí sabía que, si no salíamos de esta isla, al menos podría aferrarme a este instante, a este pedazo de felicidad que, aunque breve y complicado, era genuino. Era un consuelo en medio del caos, una chispa de esperanza en un lugar donde todo parecía haberse detenido.

El beso se profundizó, nuestros movimientos se volvieron más sincronizados, más urgentes. No era solo un beso; era la culminación de días, semanas, quizás meses de tensión acumulada, de palabras no dichas, de emociones reprimidas. Y aunque sabía que este momento podría complicarlo todo, lo acepté, lo abracé, porque en este lugar, en este tiempo, no había lugar para el arrepentimiento.

Finalmente, cuando nos separamos, ambos estábamos sin aliento, nuestras frentes apoyadas la una contra la otra. Los ojos de Max, ahora más suaves, más vulnerables, me miraban con una mezcla de incertidumbre y algo más, algo que no se atrevía a nombrar.

—Max...— susurré, pero las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta. Él simplemente sonrió, una sonrisa triste y resignada, como si entendiera exactamente lo que estaba pasando por mi mente.

No dijimos nada más. Recogimos la fruta que había caído al suelo y continuamos nuestro camino de regreso a la cueva, sabiendo que, aunque todo había cambiado, no podíamos permitirnos el lujo de pensar demasiado en lo que vendría después. Por ahora, solo existíamos nosotros, en un mundo que era tan pequeño y al mismo tiempo tan grande, donde cada momento era precioso, y donde cada elección, por más pequeña que fuera, tenía un peso inmenso.

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