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A finales de agosto, el restaurante cierra.

Ya lo tengo tan asumido que no me impresiona. Eso sí, qué penita despedirse de los compañeros y qué llantinas que pillamos algunas, entre ellas yo, que me apunto a todos los lloros. Vamos, ¡que soy de lágrima fácil!

Decirle adiós a Ricardo, mi compañero, me apena. Es un increíble repostero y una buena persona que adora a su mujer y a sus cinco hijas, y nunca he trabajado con tanta complicidad con nadie como lo he hecho con él. Por eso, tras darnos dos besos, lo miro y digo:

Escucha. Me estoy planteando abrir algo mío dentro de unos meses. Si para entonces no tienes nada y quieres volver a trabajar conmigo, yo...

Llámame si lo haces —afirma él con una sonrisa—. Me encantará volver a trabajar contigo, ¡me gustas como jefa!

Ambos sonreímos. Sin duda él también ha sentido esa complicidad y, tras abrazarnos y decir adiós al resto, cada uno se marcha por su lado.

A partir de ese instante, aprovecho para disfrutar de mi hija como no he podido hacer por horarios de trabajo hasta el momento y prescindo de Alicia.

Vamos a la playa, quedo con mis amigas y sus hijos para ir de compras, la acompaño a los cumpleaños a los que la invitan. Otros días la llevo al tiovivo que tanto le gusta, a la playa a jugar con el cubo y la pala y, los días que no salimos de casa, hago con ella los pasteles que me pide. Eso sí, la cocina queda hecha un cristo, pero no importa: cuando Antonia  se acuesta, me doy el jupe del siglo y todo vuelve a quedar niquelado.

Una de las tardes, cuando estoy con mi hija en la playa, me subo las gafas de sol a la cabeza para rascarme un ojo y, al hacerlo, me fijo en la terraza que hay a la derecha de la mía y me quedo sin palabras cuando reconozco a Daniela.

Pero ¿desde cuándo es mi vecina?

Mientras estoy sentada en la orilla con mi hija haciendo churritos con la arena y mi pequeña disfruta de lo que hace, yo disfruto de las vistas. Daniela sin camiseta con un top y con el vaquero medio caído es una delicia para la vista. Ver sus duros abdominales me hace recordar la noche que tuve con ella, tiempo atrás, y me reseca hasta el alma.

Con disimulo, pues ella no ha reparado en mí entre la gente, la observo teclear algo en su móvil, cuando de pronto aparece una chica tras ella, por supuesto pelirroja, la agarra por la cintura y veo que sonríe.

Vaya..., el Caramelito no pierde el tiempo.

Como era de esperar, la chica es un pibón de ésos con los que siempre lo veo marcharse de los conciertos o los eventos: piernas kilométricas, cara perfecta, pechos prominentes, pelo largo. Va vestida con una camisa azul entreabierta, ya imagino por qué...

Dejo de mirar y vuelvo a centrarme en Antonia , pero como soy una cotilla redomada, con más disimulo que antes, me bajo las gafas de sol para que no se me vean los ojos y observo de nuevo la terraza del apartamento.

En ese instante, la chica enreda los dedos en el pelo de Calle y ella, olvidándose del móvil, la agarra, la mira, la aprieta contra sí y la besa.

Ay, Diosito —murmuro para mí.

El beso se prolonga, se intensifica, mientras observo que las manos de ella pasean por las largas piernas de ella hasta que la coge en brazos y desaparecen en el interior del apartamento.

Asiento acalorada, miro a mi hija y ésta parece saber lo que necesito, pues veo que me observa y pone sus morretes ante mí.

Mami, mua —dice.

Sin dudarlo, le doy el beso que me pide y, cuando me separo de ella, susurro con una sonrisa:

Gordincesa..., sigue llenando el cubito de arena, mi amor.

Oye, Morena ¿tú que miras? - Adaptación Caché Donde viven las historias. Descúbrelo ahora