18

177 13 2
                                    

El sábado, mientras estoy con mis nuevas lecciones con Tormenta, la yegua, soy feliz. Esto es como montar en bici. Las cosas aprendidas, bien ejecutadas, dan su resultado, y me siento mucho más segura y suelta.

Mientras sigo las instrucciones que Daniela me da, Mafe y Cold se aproximan hasta la cerca y preguntan:

—¿Habéis visto a Nayeli?

Tal y como quedé con la muchacha, respondo:

La he visto esta mañana montarse con su amiga Adriana y con un chico en una camioneta marrón y negra.

Mafe asiente. No pregunta la hora, y Cold añade:

Mamá, tranquila, está con Adriana y con su hermano.

Luego ambos sonríen y se marchan, mientras yo sigo montando a Tormenta y soy consciente de que estoy sumando una mentira más a mi larga lista.

Cuando terminamos la clase, Daniela desaparece. Lo busco pero no lo encuentro, hasta que de pronto lo veo hablando con una mujer al otro lado del establo. Las observo, pero no sé quién es la mujer del pañuelo en la cabeza.

Sin pestañear, sigo sus movimientos hasta que los dos montan en unos caballos y se alejan. Eso me incomoda. ¿Quién será esa mujer? Desconcertada, me interno en el establo para ir a ver al potrillo que tanto me gusta.

No estoy de buen humor, no me ha hecho nada de gracia ver a Daniela marcharse con aquélla, la verdad.

Saco unos terroncillos de azúcar que llevo en el bolsillo de mi chaqueta y se los doy al animal.

Ten, bonito —murmuro—. Esto te gusta.

El potrillo comienza a chuperretearme la palma cuando, de pronto, noto un fuerte manotazo y el azúcar cae al suelo.

—¡¿Se puede saber qué le estás dando?! —me grita Sora. Me dispongo a contestar, y entonces vuelve a la carga—: Los caballos están enfermando, ¿no serás tú quien lo provoca?

Pero ¿de qué narices me está acusando? Varios vaqueros llegan en ese momento hasta nosotras. Sora grita, maldice, me acusa de todo lo que se le pasa por la cabeza, hasta que Moses nos alcanza y, tras cogerla del brazo, se la lleva. Lewis, que, al igual que los otros, ha acudido al oír los gritos, pregunta al ver mi gesto desconcertado:

—¿Qué le estabas dando a Apache?

Me apresuro a sacar otro terrón de azúcar del bolsillo y murmuro:

Azúcar. Es lo que le doy a Tormenta.

Él asiente.

Tranquila. La abuela está muy nerviosa. Los caballos están enfermando y no sabemos por qué, y eso la tiene fuera de sus casillas.

Pues te juro que no soy yo.

—Lo sé, Poché —afirma él—. Lo sé.

Moses se acerca de nuevo a nosotros, ya sin la abuela, y me abraza con cariño. El ataque de la vieja me ha dejado sin saber qué decir, pero él me da un beso en la frente y murmura:

Vamos, reina de la salsa, sal de aquí y no te preocupes por nada.

Como una autómata, asiento y me despido de ellos. Lo último que quiero es que piensen que yo hago que los caballos enfermen.

Cuando salgo, veo que Sora aún está allí. Me mira fijamente y sisea:

Tú no eres para Nani y, si por mí fuese, ya estarías fuera de Aguas Frías.

Oye, Morena ¿tú que miras? - Adaptación Caché Donde viven las historias. Descúbrelo ahora