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Cuando me despierto, no sé qué hora es. He dormido como un lirón, y noto que huele a café.

Miro a mi alrededor y, en la oscuridad, diviso la maleta sin deshacer y las cortinas corridas.

¿Corrí las cortinas cuando me acosté?

Cojo el móvil y, al comprobar que no tiene cobertura, doy un salto en la cama.

Miro el reloj: las once de la mañana. Seguro que Joaquín me ha llamado. ¡Mierda!

Rápidamente abro la maleta, saco una camiseta diferente de la que llevaba el día anterior y me pongo unos vaqueros y unas zapatillas de deporte.

Una vez termino, hago la cama. Nadie puede saber que yo duermo allí. Todos deben creer que dormimos en la cama de Daniela.

Cuando salgo al salón de la cabaña, no hay nadie. Me asomo con cuidado a la habitación de Daniela, en la que ya está hecha la cama y, cuando regreso al salón, veo sobre la mesita una nota que dice:

Hay café hecho y galletas sobre la encimera. Estaré por el rancho, cielo.

¡¿cielo?!

Sé que es por si alguien lee la nota, pero me gusta. Me gusta leerlo.

Rápidamente entro en el baño, me lavo los dientes, me recojo el pelo en una coleta y, cuando salgo, las tripas me rugen.

Tomo café y pruebo las galletas que encuentro. ¡Están buenísimas! Las miro e intento adivinar los ingredientes. Sin duda las ha hecho Mafe, y anoto mentalmente que he de pedirle la receta.

Una vez termino de desayunar, cojo el móvil, abro la puerta de la cabaña y me quedo totalmente flasheada.

Esto es precioso. Impresionante.

Frente a la cabaña hay una cerca blanca y, tras ella, los caballos más preciosos que he visto en mi vida. Bueno, la verdad es que tampoco he visto muchos caballos ni entiendo de ellos, pero ¡éstos son increíbles!

Los hay blancos, negros, marrones, grisáceos, con manchas. Grandes, medianos, pequeños. ¡Esto es Caballolandia!

De pronto veo a la rubia de la noche anterior —la ex de Daniela, que ahora es la mujer de Tom— y, cuando pasa cerca de donde yo estoy, sonrío y la saludo con la mano.

Hola, ¡buenos días!

Ella me mira. Su gesto sigue tan serio como la noche anterior, y simplemente me devuelve el saludo con un movimiento de la cabeza y continúa su camino. Pero ¿yo qué le he hecho a ésta?

La veo alejarse. ¡Menuda idiota, la tía!

Vuelvo a mirar los caballos. Los observo atontada pero entonces me fijo en dos de ellos, que son especialmente preciosos. Uno es blanco y negro y el otro marrón y blanco, con las crines, las patas y la cola blancas. Los contemplo alucinada. Esos caballos son diferentes de todos los que los rodean, y comienzo a llamarlos como suelo llamar a los perrillos. Y, como es lógico, ni se aproximan a la cerca ni me hacen el más mínimo caso.

Los estoy observando abstraída cuando oigo un ruido de cascos cerca de mí. Me vuelvo y me encuentro con la abuela de Daniela.

Buenos días, señora —la saludo con una sonrisa.

Desde lo alto de su montura, la mujer me mira con un gesto que soy incapaz de descifrar y suelta:

Lo serán para ti.

Y, sin más, se aleja.

Joder..., joder... Menudo recibimiento me están dando esas dos.

De nuevo centro la atención en los caballos, hasta que veo a un potrillo grisáceo detrás de su madre y me acuerdo de mi niña. Tengo que llamar a Joaquín.

Oye, Morena ¿tú que miras? - Adaptación Caché Donde viven las historias. Descúbrelo ahora