Capítulo 20: Eso tiene un nombre: Inseguridad

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Dash

—¿Qué haces aquí a estas horas, Dashkem?

Fue lo primero que preguntó Mey cuando abrió la puerta de la casa. Hace treinta minutos que les había enviado un mensaje a mis tíos indicándoles que pasaría por la casa antes de ir a mi apartamento, aunque me desviara dieciséis kilómetros al sur.

No podía llegar a casa sin poner un mínimo de control a mis pensamientos. Necesito una especie de ayuda porque me estaba ahogando en el agujero negro que tenía en la cabeza.

Atravesé el marco de la puerta y fui directo al sofá, antes de tomar asiento me quité la chaqueta para acomodarla sobre el reposabrazos. Me dejé caer junto a un suspiro tan sonoro que sentí que me limpió hasta el alma.

—Tengo un problema.

Dejé caer mis codos sobre las rodillas y hundí mi cabeza entre mis manos.

Estaba metido en un problema, uno muy grande, tan grande que no podía resolverlo yo mismo y estaba recurriendo a mis tíos para pedir auxilio. Algo que jamás he hecho en mi puta vida. Siempre me he valido por mí mismo, aunque contara con el apoyo de ellos.

—¡Cristo redentor! —exclamó Mey.

Escuché la puerta ser cerrada y asegurada con los pestillos que compré hace unas semanas, los cuales Meny se encargó de instalarlos. No quería que tuviesen visitas inesperadas y en un dado caso, que esa visita se pusiera de violenta e intentara abrir la puerta.

—Tengo un problema—repetí, abatido.

—Me estás asustando, hijo.

No podía verla, pero estaba seguro que se había llevado una mano a su pecho porque mi dilema de que tenía un problema estaba provocándole miles de vuelcos a su corazón.

—Mey, estoy en un gran problema —apreté mi cabeza entre mis manos en un esfuerzo nulo de controlar todo lo que pasaba por ella.

—¡Dashkem, me estás asustando! —el sofá se hundió a mi lado—. ¡Mira cómo estoy temblando!

En mi campo de visión aparecieron dos manos blancas decoradas con pecas y uñas largas de color rosa palo, que se movían ante los nervios.

—Hijo, dime que no te han echado del elenco.

—No Mey, es peor —murmuré.

—¡Ay mi Dios! —sus manos se esfumaron de mi visión y continué con la mirada clavada sobre la alfombra gris de la sala—. No me digas que te peleaste con alguien.

—No soy de ese tipo de hombres.

—¡La sangre de Cristo! ¡Dashkem, habla!

—Mey —levanté la cabeza de mis manos para mirarla—. No sé cómo solucionar este problema.

—¡Mi padre celestial! —llevó una mano a su pecho. Tenía el rostro de color rojo por la incertidumbre y antes mis pocas palabras—. ¿A quién dejaste embarazada?

—¿Qué? —fruncí el ceño, desconcertado.

—Si el problema es tan grave es porque dejaste a una pobre chica con un regalo que le va a durar toda la vida.

—Mey, ¡Jamás! —me exalté, aterrorizado.

No me cabía en la cabeza una idea así. Tampoco me había detenido a pensar en algún momento de mi vida si quisiera tener hijos, porque realmente nunca me visioné en una relación estable.

¿Y ahora un hijo?

Se me bajó la maldita presión.

—¿Cuál es el problema, hijo? —sentí su mano sobando mi hombro—. Habla antes que a tu madre le ocasiones una taquicardia.

La escritora, el actor y los miedosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora