LA REUNIÓN

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La señora Josefina ajustaba la servilleta sobre la mesa, intentando disimular la tensión que aumentaba en la mansión Ponce. De pronto, un golpe seco resonó en la puerta principal. Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Sería Valeria, como siempre, llegando tarde? ¿O aquel misterioso amigo que había mencionado su patrón?

Se dirigió hacia la puerta con paso vacilante. Al abrirla, se quedó helada. Ante ella se erguía un hombre; cabello rojo y rizado, ojos azules penetrantes y un maletín de cuero desgastado completaban su imagen.  Un aspecto francamente deplorable con pinta de loco, parecía un personaje salido de una pesadilla.

—Creo que se ha equivocado —balbuceó Josefina, intentando cerrar la puerta. Pero el hombre, con una fuerza descomunal, la inmovilizó con su bota.

—Le digo que se ha equivocado…

—Nunca me equivoco —replicó con una voz ronca y un acento extranjero.

La mujer de la limpieza alzó una de sus cejas, a lo que el extraño sonrió con expresión enfática. Ella frunció el ceño. Antes de que pudiera reaccionar, Christian, el patrón, ordenó desde el salón:

—Déjalo pasar.

El extraño entró arrastrando los pies, como si cada paso le costara un esfuerzo sobrehumano. Se detuvo frente a Christian y le entregó el maletín con un gesto ceremonioso.

—El contenido es fresco. La extracción fue reciente —dijo con una sonrisa siniestra.

Al cerrar la puerta, Josefina se quedó observando la escena. La nueva invitada, una mujer de mirada fría y acerada, acababa de propinarle una bofetada a Christian.

—¡Eres un inútil! —espetó, con voz gélida. —Acaban de informarme que Homero ha escapado. ¡Y tú no sabes dónde están tus hijos! más te vale que aparezcan esos mocosos.

Christian la miró con odio reprimido. Josefina sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—El señor quiere té —dijo, tratando de disimular su nerviosismo.

En la cocina, Nancy, la cocinera, la tranquilizó. Pero la joven no podía quitarse de la cabeza la extraña figura del hombre y las palabras amenazadoras de la mujer. Sirvió dos tazas en las que disolvió un par de bolsas con hierbas mixtas, un secreto de familia.

—Nancy, hay algo muy raro con esas personas. Llegó un tipo horrible, y su mirada… esa mirada, no puedo sacarla de mi cabeza.

—Querida, estás demasiado nerviosa. Toma, te hará bien —dijo Nancy—. Quédate aquí y deja que yo los atienda
.

Nancy salió de la cocina llevando en sus manos una bandeja con lo servido. En vez de tocar la puerta del despacho, la abrió sin mala intención, quizá por tener la cabeza en otra parte. Nadie estaba en el interior, buscó depositar la bandeja sobre el escritorio, no obstante, vio la trampilla en el suelo con una alfombra corrida a la derecha.

Tomó la iniciativa de bajar por aquellos desconocidos escalones con alta disposición de servirle, a su empleador, lo que ella llamaba un té milagroso.

La sonrisa amigable de sus labios desapareció por completo al divisar, con incalculable horror, lo que se exponía frente a ella. Traicionada por un movimiento involuntario de su cuerpo, le flaquearon las manos, haciendo que la bandeja provocara un estruendo al parar en el piso de piedra con manchas de algo rojo, algunas secas y otras frescas. Deprisa, subió las escaleras volviéndose sobre sus pasos.

—Querida, ¿viste algo que te asustó? —dijo la misteriosa invitada, parada en la salida del despacho al tiempo que cerró la puerta a sus espaldas.

—¡Ay, Nancy, extrañaré tu comida! —exclamó David, saliendo de la trampilla. Su tono cínico era acompañado con el pernicioso chasquido de su lengua.

Josefina se incorporó sobresaltada con el súbito grito de su amiga. En un acto de impulsividad y supervivencia, salió de la casa de los Ponce sin mirar atrás… Arrojándose a los brazos de esa noche y al frío exterior. Persignándose copiosamente.

Al llegar a una de las casas aledañas, tocó la puerta con desespero.

—Hola —dijo aquel hombre estrafalario de cabellos rojizos, alargando el saludo con una sonrisa maníaca.

Los devastadores gritos de la fiel Josefina se perdieron en la vasta oscuridad, más no fueron ignorados del todo, pues trajeron consigo, como efecto, el disfrute sádico de aquel hombre.

Estigmas de TintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora