INSTRUMENTO INOCENTE

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A pesar de mi intensa insistencia, no conseguí detenerlo. Escuché abrir la puerta de la habitación; en ella irrumpió el libertino sujeto, el mismo que me exponía su desnudez.

Tras darse cuenta de mi presencia, me miró confundido hasta que sus ojos oscurecieron como si hubiese adivinado cuál era la razón de mi estadía en su habitación. Sobresaltado, corrió a balancearse sobre mí. La superficie, lisa y delgada, del vidrio que nos separaba empezó a resquebrajarse. Un gran estallido nos sacudió, consiguiendo lanzarnos contra las paredes y el piso.

Aturdida, intenté arrastrarme sin rumbo. Sangre por todos lados y un humo negro nos cubría, tan denso como neblina. Sentí que me sofocaba al punto de que temí perder el conocimiento. Muchos ojos sin párpados me observaron y manos tiraban de mí...

Dos días después. La casa era oprimida por una pesadez que se sentía hasta en el más recóndito de sus rincones; la reinante situación había perpetrado en los corazones de quienes, con amor, servían en ella. Ellos suspendieron su día de descanso para sumarse a los colaboradores que buscaban sopesar la desgracia que azotó a la familia y a sus dolientes.

Cada uno de los presentes manejaba una fracción de lo acontecido. El sentimiento de incertidumbre se evidenció en una consumada manifestación cuando las abatidas damas vieron entrar a José por la puerta principal.

«Ya le di sus cosas a la señorita Jessica», dijo el noble caballero mientras se quitaba la gabardina.

Estimulada por su propia impaciencia, la cocinera acribilló con preguntas a José, quien respondió:

«Sí, Marina, ayudé a los niños... están en mi apartamento mientras su madre llega al país para reunirse con ellos».

En la voz del hombre se hizo perceptible su tristeza desmesurada. La señora Olga, bajo la calidad de haber sido testigo presencial del estado en que fue encontrado el más chico de los Valencia, puso al corriente a los presentes con los hechos que ella evidenció.

El mismo José les confirmó haber visto de cerca las marcas en el desgraciado mientras los ponía a salvo en un lugar seguro.

Más allá de todas las teorías que rondaban por sus cabezas, era claro que la duda que más los carcomía era si el señor de la casa fue capaz o no de algo tan atroz.

En alguna parte de la brumosa ciudad de Caracas, aquel que estaba siendo señalado en la casa de los Valencia buscaba a sus hijos. ¿Cuál era el motivo real de su ahínco? ¿Sería el temor a ser denunciado, sería el amor de padre, o era la invitación de mi naturaleza? ¿Qué era lo que estimulaba a ese hombre para buscar a sus hijos?

La señora Olga comentó detenidamente la violencia desatada, por su empleador, al enterarse de que sus hijos se habían marchado de la casa mientras él buscaba, desesperado, una de esas cámaras digitales. Aún se apreciaban en el salón, junto a la chimenea, los vestigios del huracán Valencia. De la nada, la señora Olga se dispuso a limpiar, algo que sus acompañantes observaron con notoria suspicacia ante el orden de prioridades que la misma situación imponía.

«Parece un chiquero, tengo que levantar los escombros... y esos vidrios, alguien podría cortarse», dijo ella mientras vacilaba al buscar por dónde iniciar.

Nadie entendió el por qué de tan repentino comportamiento, irracional a simple vista. Quizá los nervios le jugaron una mala pasada, sin embargo, el noble José pareció haber caído en la cuenta de la razón bajo su observación. Se aproximó hacia ella y le dijo:

«Ellos estarán bien».

Las devastadoras lágrimas de la mujer fueron efecto del inesperado abrazo de José. ¿Quién habría imaginado que la regia mujer, ordenada al extremo, se quebraría ante la cercanía de su amigo y compañero de trabajo? La conmoción que su calidez le propició solo fue capaz de reflejar el gran afecto que sentía por los jóvenes Valencia.

La señora Marina se retiró hacia la cocina advirtiendo que prepararía café para calmar los nervios. El noble José, como todo caballero, sacó de sus vestiduras un pañuelo para secar las lágrimas de la dama abatida.

Una pesadez aún mayor imperó en el ambiente cuando el señor Geovanny Valencia llegó a casa. Este no lo hizo solo, a su lado se encontraban los mismos hombres que él le presentó a su hija.

La estancia había quedado tan silenciosa que hasta al menor de los sonidos le sería imposible pasar desapercibido. La afectada pareja aguardó por alguna manifestación, violenta o de enojo, por parte de su señor; sin embargo, este caminó con expresión tranquila mientras se aproximaba al bar.

«Necesito que atiendan a los caballeros», ordenó Geovanny, preparándose un Martini Vesper. «Alguien ocúpese de limpiar este lugar y que Marina prepare una buena comida... Tendremos invitados esta noche».

La señora Olga terminó de secarse, bruscamente, las lágrimas que aún corrían por sus mejillas. Se incorporó de forma tal que denotaba indignación. «¿Qué clase de padre le preocupaba más el desorden y unos invitados mezquinos que el paradero de sus hijos?», se preguntó internamente. El obvio deseo de exponer su descontento fue frustrado gracias a la oportuna intervención de José al hacerla reaccionar. Tragándose para sí misma los improperios que fueron inspirados por el desnaturalizado señor Valencia, se retiró a la cocina.

También a José le resultó extraño el hecho de que su empleador estuviese tan calmado. Lo observaba detenidamente y por más que lo hacía, sus apegos emocionales le hacían desconfiar de sus ojos; incluso guardó la inocente esperanza de que ellos le mentían, achacando el error a su longevidad.

«Pensé que estaría buscando a los niños», exclamó el noble José, dirigiéndose al señor Valencia. «Podrían correr peligro, no le veo preocupado y debería o, ¿acaso tuvo algo que ver para que se marcharan así?»

«Son niños, ya vendrán y cuando lo hagan recibirán su castigo», contestó evasivo.

«Una parte de mí se negaba a creer en aquello que los hechos exponen, sugiriendo algo tan bizarro», dijo José mientras avanzaba con cautela. Este era humilde, y le pareció bastante pretencioso de su parte; sin ser una persona preparada, tratar de usar palabras que para él eran rebuscadas; buscando que el aludido lo mirara directo a los ojos. Valencia mantenía la serenidad. «Aún lo hago por respeto, pero con esto que hace me deja mucho que pensar y me niego a seguir ignorando la verdad. Los mismos principios que me han moldeado mi vida entera me obligan a confesar... yo los tengo, tengo a sus hijos».

«José, José, José», Geovanny habló con cinismo, tomando pausas al disfrutar el fuerte sabor de su martini. «Lo sé, José, sé que me has traicionado y no conforme con ello has expuesto a mis hijos. Afuera no hay una patrulla de policía para llevarte detenido por secuestrador. Me temo que te aguarda un destino más expedito».

Un gran estruendo fue producido cuando Olga soltó la bandeja en la que llevaba unas tazas de café, por la impresión de lo escuchado. La mujer armó un alboroto en defensa de su fiel amigo. Valencia se impuso en la escena con los ojos oscurecidos y le hizo saber que, en su casa, ella solo era una sirvienta y que él tenía todo el poder para destruirla de formas que ni el mismo demonio aguantaría.

«Vi las marcas en el cuerpo de su hijo», gritó.

El humo negro me envolvió, muchos ojos sin párpados... José nunca fue un hombre capaz de alzarle la voz a nadie. Esa noche fue su primera y última vez.

Estigmas de TintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora