ROCKY

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Se dice que el perro es la mejor compañía, la más noble y agradecida que puedas tener un ser humano. Permite que tu rostro dibuje sonrisas.

Con esa idea, Javier le encomendó a su amigo, un joven padre, con hambre de buenas noticias para otros, el cuidado de su perro, un anciano desbordante de amargura.

Javier partía al Congo como voluntario de Unicef, estaría fuera dos años. El suficiente tiempo para que Rocky, su fiel compañero, cuidara del único familiar que le quedaba.

Rocky, un perro de tamaño mediano, nacido de un Rottweiler y una salchicha, tenía una energía insaciable. Lo que molestaba al anciano.

Tres meses después de su partida, Javier recibe una inesperada llamada:

—Hola, Javi.

—¡Karen…! ¡Wow!, qué gusto escuchar tu voz. ¿Cómo estás?

—Oye, lo siento... necesito que vengas —dijo Karen, arrastrando las palabras—. Tu padre falleció hace cuatro días.

—¿¡Qué!?

—Si no regresas para mañana van a sacrificar a Rocky.

Una avalancha de preguntas invadió la razón de Javier. El viaje más largo y desesperante de su vida. La consternación era imperativa en aquel escenario.

Las únicas respuestas se habían ido con el difunto, quien decía sacar al perro todos los días, pero lo hacía interdiario. Si la pobre criatura no se aguantaba hasta la próxima vez recibía un castigo ejemplar. Psicológicamente, abusaba del animal; era cruel y desalmado. El día de su fin se cayó de las escaleras al intentar cambiar un bombillo. El golpe lo dejó paralizado del cuello para abajo. Rocky no le habló, pero en sus ojos, el anciano vio la oscuridad que había sembrado.

Rocky recibió a Javier con la barriga aún llena y moviendo la cola. Todo rastro de la oscuridad en él desapareció al defecar la obra del maldito, cuya carne fue formada mierda en sus entrañas. Vivió feliz para siempre.

Estigmas de TintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora