EL NIÑO DE LOS ZAPATOS ROTOS

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Por las sombrías calles de Caracas, vagaba un niño con los zapatos rotos. Todos los días, deambulaba por los senderos de asfalto, sus cansados pasos resonaban con resistencia en medio del caos que envolvía la ciudad. El niño, cuyo nombre era Julio, poseía un raro don: las cosas buenas parecían sucederle a los que eran amables con él, mientras que los que lo discriminaban se enfrentaban a la ira de la desgracia. Era como si el universo conspirara para hacer justicia a los demás. Otros creían que estaba maldito, una fuerza malvada y vengativa. Algunos lo veían como un ángel de la guarda, que castigaba a los impíos y recompensaba a los justos.

Ignorando la apariencia desgastada de Julio, un rico burgués se burló y lo trató con crueldad, empujándolo a un lado con desdén. Pero poco sabía Ricardo, su acto de mendicidad no pasaría desapercibido.

Cuando la oscuridad cayó sobre Caracas esa noche, un viento escalofriante susurró a través de las calles. Ricardo, al abrir la puerta de su casa, jadeó de horror al encontrar un par de zapatos rotos colgando sobre el dintel de su puerta, balanceándose siniestramente. El miedo se apoderó del corazón de Ricardo al darse cuenta de las consecuencias de su insensibilidad. La desgracia descendió sobre él como una plaga, su otrora rico imperio se desmoronó ante sus ojos. Todo lo que apreciaba se fue derrumbando, dejándolo indigente y solitario.

Mientras tanto, la gente del pueblo comenzó a darse cuenta del patrón. El chico de los zapatos rotos parecía llevar un aura mística, una balanza que se inclinaba a favor de la justicia. Otros, sin embargo, optaron por evitar a Julio, temiendo las repercusiones de sus acciones. Las calles se volvieron más tranquilas a medida que la gente caminaba por un camino diferente para evitar cruzar su mirada.

Pero Julio, agobiado por el peso de su don, anhelaba aceptación y compañía. Anhelaba un mundo donde sus zapatos rotos no fueran un símbolo de miedo, sino un recordatorio de la resiliencia que residía dentro de él. Soñaba con un lugar donde la bondad fuera concedida sin vacilación, sin necesidad de que interviniera una justicia sobrenatural.

Con el paso de los años, la presencia de Julio se convirtió en parte del tejido de Caracas. Aunque algunos todavía lo veían como un presagio de desgracia, otros veían la belleza de su quebrantamiento. Y poco a poco, la sombra del miedo comenzó a retroceder, reemplazada por la empatía y la comprensión.

Un fatídico día, una joven llamada Isabella se acercó a Julio con una suave sonrisa y una mano amiga. No temía a los zapatos rotos que adornaban sus pies, sino que estaba cautivada por la bondad que irradiaba de su interior. En sus ojos, Julio veía esperanza y aceptación. Juntos, Julio e Isabella se aventuraron por las calles de Caracas, esparciendo bondad como flores silvestres que florecen en una ciudad desolada. Sus acciones crearon ondas de compasión, transformando el miedo en unidad. Y a medida que Caracas florecía bajo su influencia, los zapatos rotos que alguna vez simbolizaron la desgracia se convirtieron en un testimonio de la resistencia del espíritu humano.

Estigmas de TintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora