9. Solo respuestas

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En contraste con la mañana del día anterior, en esta ocasión Pedro Pablo sentía que el sol era más brillante que nunca y que llenaba de calidez con cada uno de sus rayos no solamente la ciudad, sino también su corazón.

Pedro Pablo jamás había imaginado que el amor tendría ese poder absoluto sobre su estado de ánimo, haciendo que llevara todo el día silbando mientras recorría en bicicleta las calles del barrio vendiendo los tacos de canasta de aquella ocasión, o que tuviera la mente en la luna, pensando en Bosco: en sus sonrisas de lado, en el tacto de sus labios y en la suavidad de sus manos entrelazadas con las suyas.

Nunca habría imaginado que el amor fuera así, capaz de tenerlo pensando en las más impensables cursilerías, pero ahí estaba la prueba: mientras hacía el trabajo que, normalmente le parecería el más tedioso, en esta ocasión Pedro Pablo tarareaba una canción de Luis Miguel con un humor inmejorable.

-Y ahora tú, ¿por qué tan contento?- preguntó su mamá mientras lo veía con una sonrisa acompañada de un gesto de sorpresa.

-Por nada en especial- respondió mientras cantaba en voz baja.

-Mijo, siempre eres muy alegre, pero nunca te había visto tan feliz cuando te toca lavar las ollas: tú odias eso- le dijo con obviedad.

-Bueno, hoy es un día muy bonito- respondió Pedro Pablo con una sonrisa alegre, al tiempo que comenzaba a cantar otra canción.

-Hijo, ¿dónde estabas anoche?- preguntó Mireya, sintiendo que la respuesta a todas sus preguntas se escondía detrás de la desaparición de su hijo durante toda la tarde, y parte de la noche, del día anterior.

-Salí por ahí- respondió Pepa.

-¿Por ahí?, ¿con quién? Tú nunca sales sin decir a donde o con quien vas- presionó Mireya.

-Bueno, perdóname por querer hacer algo nuevo por una vez- respondió Pepa molesto, saliendo de la cocina sin verla por un momento.

Mireya se arrepintió un poco de haberlo cuestionado: de sus dos hijos, Pepa siempre había sido el más sensible, el más reservado, el que nunca compartía nada de su vida privada, si es que tenía una. Tenía pocos amigos, y todos eran de la escuela nocturna en donde estudiaba; en el barrio tenía muchos conocidos, pero no tenía relaciones personales cercanas con muchos de ellos.

Pepa siempre se había concentrado en ayudarlas, en trabajar para apoyar a la familia, para que todos pudieran salir adelante; cuando Pepa se enfermaba, él solito iba al médico o conseguía sus propias medicinas, jamas había tenido que batallar con él; ni en cuestiones de salud ni, mucho menos, en cuestiones académicas. Su hijo menor era responsable, centrado y noble, pero, a final de cuentas, eran tan humano como su hermano Salomón, por lo que, inevitablemente, había terminado enamorándose de alguien.

En cualquier otra circunstancia, Mireya se habría sentido feliz de saber que su hijo menor por fin se estaba interesando en vivir experiencias de acuerdo a su edad, que ya no sería simplemente un adulto atrapado en el cuerpo de un adolescente de dieciséis años, pero el problema de Mireya con la situación no era que su hijo estuviera enamorado, sino de quien: Bosco Villa de Cortes.

El hijo menor del novio de Paz era, a todas luces, un pequeño dolor de cabeza: no es que fuera malo como tal, sino que no aceptaba a los Roble como sus iguales; Bosco se la pasaba menospreciando a Paz, llamándola cocinera de forma despectiva, como si hubiera algo malo en aquella profesión. Con ellos jamás había sido grosero, al menos no de forma directa, pero Mireya era solidaria con su hermana, quien había dado su vida por ellos, por lo que, por principio, debía sentir desagrado por Bosco.

La noche anterior, cuando vio a Pepa bajarse del coche de Bosco con una sonrisa en el rostro mientras se acariciaba los labios como si no pudiera creer lo que había pasado, Mireya había sabido que su hijo y Bosco habían estado en una cita, una que, a juzgar por los labios ligeramente hinchados de Pepa y por su atípico buen humor para lavar las ollas, debió haber salido de maravilla.

Aprender a quererte. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora