Después de aquella noche en la cabaña, María Corina y Adara volvieron a la ciudad con una renovada sensación de propósito. Los días parecían pasar más ligeros, sabiendo que tenían un plan para su pequeño refugio en las montañas. Hablaron con agentes locales, revisaron propiedades y, finalmente, encontraron una pequeña casa de madera enclavada entre los pinos. Tenía una vista impresionante y, aunque necesitaba algunos arreglos, ambas sabían que era el lugar perfecto para empezar su nuevo capítulo.
El proceso de convertir esa casa en un hogar fue un proyecto que las unió aún más. Durante los fines de semana, cargaban el coche con herramientas, pintura y muebles, y se dirigían a la montaña. María Corina, con su paciencia y planificación, se encargaba de los detalles más finos, mientras que Adara, siempre llena de energía, no paraba de idear formas de mejorar el espacio, decorándolo con pequeños toques que hacían sentir el lugar más acogedor.
Un día, después de horas de trabajo, se sentaron en la pequeña terraza que habían construido, observando el atardecer teñir de dorado el cielo. El aire fresco de la montaña les traía una sensación de logro y tranquilidad. Todo lo que habían soñado comenzaba a tomar forma.
—No puedo creer que realmente lo logramos —dijo Adara, tomando una taza de té caliente en sus manos.
María Corina asintió, sonriendo con satisfacción.
—Es increíble lo que hemos construido juntas. Este lugar es nuestro refugio. Aquí podemos ser nosotras, sin que nadie interfiera.
—Exactamente lo que necesitamos —respondió Adara, apoyando su cabeza en el hombro de María Corina—. Aquí, todo parece más claro, más simple.
Mientras el sol se ocultaba, iluminando las montañas con un resplandor cálido, María Corina reflexionaba sobre lo mucho que había cambiado su vida. La transición de ser una mujer casada que vivía una vida convencional a encontrar este tipo de amor con Adara no había sido fácil. Pero ahora, sentada allí, con la mujer que amaba a su lado y un futuro lleno de posibilidades, sabía que había tomado las decisiones correctas.
El día siguiente fue especial. Adara y María Corina decidieron pasar la tarde explorando un sendero cercano, uno que les habían recomendado los vecinos del área. Era un recorrido suave, pero con vistas impresionantes. Caminaron juntas, disfrutando de la naturaleza, riendo y compartiendo anécdotas de su vida en la ciudad y los retos de la restauración de la casa.
—¿Sabes qué es lo mejor de todo esto? —preguntó Adara, deteniéndose para mirar a María Corina con una sonrisa traviesa.
—¿Qué? —preguntó María Corina, intrigada.
—Que cuando volvamos a la ciudad, seguirás siendo mi profesora favorita.
María Corina soltó una carcajada. Habían hecho bromas similares en el pasado, pero siempre le hacía gracia cómo Adara la veía en su rol de profesora.
—Y tú mi mejor alumna, aunque ni siquiera estés inscrita en mis clases —bromeó María Corina, dándole un suave empujón en el hombro.
Se detuvieron en lo alto de una colina, donde la vista era simplemente espectacular. El valle se extendía debajo de ellas, con árboles que parecían infinitos, y las montañas al fondo se alzaban majestuosas. Adara tomó la mano de María Corina, entrelazando sus dedos mientras observaban el paisaje.
—Este es nuestro lugar —dijo Adara, su voz baja pero llena de emoción—. Aquí es donde siempre podremos volver, sin importar lo que pase.
María Corina asintió, conmovida. La paz de ese momento, la certeza de que estaban construyendo algo que ninguna tormenta podría derribar, era una sensación que nunca había experimentado antes.
—Y aquí es donde seguiré enseñándote —añadió María Corina en tono juguetón—. No solo en las aulas, sino en la vida.
Adara sonrió y se giró hacia ella, con una mirada profunda.
—No necesitas enseñarme nada más. Ya lo has hecho. Me enseñaste a amar, a ser valiente, a no tener miedo de lo que el mundo diga.
El silencio que siguió fue hermoso, cargado de significado. Se miraron a los ojos y se besaron, ambas conscientes de la profundidad de sus palabras. Habían aprendido tanto la una de la otra, no solo en los buenos momentos, sino en los difíciles. Habían crecido juntas, y ese crecimiento seguía fortaleciéndolas.
El viaje de regreso a la cabaña fue tranquilo, pero lleno de una sensación de conexión. Pasaron la noche hablando sobre su futuro, sobre cómo equilibrarían la vida entre la ciudad y la montaña, sobre los proyectos de María Corina en la universidad y los planes de Adara para seguir avanzando en su recuperación. Todo parecía posible en ese lugar, donde el tiempo se detenía y las prioridades se volvían más claras.
A medida que los días pasaban, su pequeño refugio en las montañas se convirtió en un símbolo de su amor, un lugar donde siempre podían volver para reconectar, para recordar lo que realmente importaba.
Y aunque sabían que la vida seguiría presentando desafíos, María Corina y Adara estaban seguras de algo: juntas, podían superar cualquier cosa. Y las montañas siempre serían el testigo silencioso de esa verdad, guardando sus risas, sus lágrimas y sus promesas en cada rincón de aquel lugar sagrado que habían hecho suyo.
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Cap nocturno