CAPÍTULO 1

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REBECCA.

– Venga, Beck, ¡que te pesa el trasero! – gritó Irin, jadeante por el esfuerzo, antes de conseguir adelantarme por la derecha para cubrir los 400 metros que aún nos separaban del coloquialmente llamado muro del infierno, el principal obstáculo de la prueba y motivo principal por el que la mayoría de las otras chicas perdían unos minutos preciosos hasta conseguir superarlo. Sabía que sería ahí donde la dejaría atrás; puede que Irin fuese una auténtica máquina corriendo, pero ni siquiera ella podía compararse a mí en agilidad y fuerza relativa, cualidades muy necesarias para superar aquel endiablado obstáculo de cemento de cuatro metros de altura.

Habíamos hecho ya los ejercicios de tiro, la carrera de resistencia y solo quedaba por hacer aquella última prueba para dar por terminada la competición y conseguir alzarme con uno de los codiciados trofeos. Reconozco que siempre he sido muy competitiva, pero en aquella ocasión mi deseo de superar al resto de contrincantes parecía proporcionarme auténticas alas en los pies.

– ¡Ya te pillaré en el muro! – repliqué casi sin resuello y acelerando un poco el paso con los brazos extendidos y las manos abiertas para no quedarme demasiado atrás. Era la primera vez que participaba en aquella competición que organizaba anualmente el cuerpo de Policía Nacional de la Bangkok en la que se enfrentaban diversos departamentos separados por razón de sexo. Yo representaba, junto a Irin y otra compañera, a la Brigada Especial de estupefacientes en la que trabajaba, es decir, lo que comúnmente llamábamos la UDYCO.

Tras conseguir llegar a la imponente pared, las cinco chicas que iban por delante de mí resoplaban, frenéticas, tratando de superar sus 4 m. de altura. Yo aproveché mi 1,72 m. de estatura para agarrar de un salto una de las ásperas cuerdas que quedaban libres y de un impulso ascender con rapidez hasta alcanzar la cima y dejarme caer al otro lado deslizándome por la rampa. Sentí desgarrarse la piel de las pantorrillas, pero no me importó el dolor. Continué adelante hasta llegar al circuito de habilidades, un auténtico desafío que consistía en arrastrar durante un buen tramo un saco de 25 kilos y en gatear por un túnel de alambres que, a poco que te despistaras, te arrancaba media cabellera.

Terminé exhausta el recorrido, a tan solo dos segundos de aquella rubia de la policía científica – ¿cómo se llamaba?, ¿Nung? – que atravesó la meta dejándose caer al suelo para recuperar el aliento antes de recibir las felicitaciones de sus compañeros, quienes se acercaron rápidamente a ella para levantarla del suelo en volandas proclamando su victoria. Después me saludó deportivamente agitando la mano con una sonrisa y se alejó de la línea de meta en busca de algún refrigerio. Yo me sequé el sudor de la frente con el dorso de la mano y acepté la botella de agua que me ofreció Gonz, uno de mis compañeros de la UDYCO, que me felicitaba también palmeándome confianzudamente la espalda.

– Enhorabuena, Britanica, medalla de plata, ¡casi ganas!

– ¡Es demasiado rápida la tal Nung! No la he podido coger – admití, más para mí misma que para él, tras dar un par de rápidos sorbos de la botella con gesto malhumorado. Nunca me han gustado los segundos puestos. – Por cierto, Gonz, ¿no crees que es hora de que me empieces a llamar por mi nombre? Ya llevo casi un año aquí.

– ¡Es que los Britanicos os lo tenéis muy creído y conviene que os bajemos un poco los humos! – replicó el chico con una sonrisa simpática antes de girarse para recibir a Irin, que atravesaba en ese momento la línea de meta en quinta posición con cara de infartada.

– ¡Agua! – graznó mi amiga arrebatándome la botella de las manos y llevándosela a la boca cual náufrago tras permanecer días sin catar el preciado líquido. El sol brillaba en todo su esplendor y el calor apretaba con fuerza a pesar de estar a mediados del mes de mayo.

Misión Pantera (Freenbecky)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora