CAPÍTULO 8

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REBECCA.

– Mamá dice que no hace falta que me dez máz clazez, que el cole ha terminado y ya zé leer mejor que nadie – anunció Song tratando de soltarse de mi mano mientras caminábamos hacia el cuarto de estudios. Cada vez le era más difícil escapar de mí. Me había llevado un tiempo descubrir todos y cada uno de sus escondites, pero ya me los conocía al dedillo.

– Sabes que eso no es cierto, y aunque el colegio ha terminado, tenemos que dar una clase por la mañana y otra por la tarde.

– Vale, pero no pienzo hacer máz zumaz y reztaz, que eztoy de vacacionez y tengo que dezcanzar.

– Bueno, ya veremos...

– ¡Puez entoncez no leo!

– Oye rica, leerás cuando yo te diga, ¿entendido? – respondí con una acritud que, de inmediato, me pareció un tanto excesiva por mucho que la niña llevase un día inaguantable.

Admito que mi mal humor no se debía a la actitud rebelde de mi pupila, sino al hecho de que, tras mes y medio viviendo en aquella casa, no había conseguido averiguar nada de nada. Hasta el mismo comisario se impacientaba a la espera de unas noticias por mi parte que nunca llegaban, aunque ¿yo qué culpa tenía? Sarocha Chankimha se comportaba como una de las tantas extranjeras ricas y despreocupadas que abundaban en la isla, y su rutina diaria no tenía nada que ver con actividades que pudieran parecer mínimamente sospechosas. Cuando no estaba jugando al tenis o al golf en el club deportivo salía de compras o se iba con Song a hacer algún que otro recado.

Todo era aparentemente inofensivo. ¿Se me estaría escapando algo por alto? Quizá debería tratar de acceder a su despacho y hacer una copia del disco duro de su ordenador, pero aquella habitación era la única en toda la casa que estaba permanentemente cerrada con llave. ¿Qué escondería allí?

¿Sus cuentas en el extranjero? Con ese tipo de información se la podría procesar, al menos, por blanqueo de capitales y evasión fiscal.

Sabía que, tarde o temprano, debía averiguarlo. Solo necesitaba abrir la cerradura sin romperla teniendo buen cuidado de esquivar las siempre inquietantes y vigilantes presencias de Héctor y Raúl.

– Venga, Song, ¿qué te parece si leemos un rato y luego jugamos al ping pong? – propuse en tono conciliador tras tomarla de la mano en un gesto afectuoso. Ella asintió con la cabeza sin decir palabra y se dejó conducir al cuarto de estudios todavía enfurruñada.

En el fondo, aquella niña desafiante y descarada me empezaba a caer bien, y por primera vez me planteé qué sería de ella si su madre finalmente acabara siendo juzgada y encarcelada. De inmediato sentí que un sabor amargo invadía mi boca, como si hubiese pegado un sorbo de un licor pasado y en mal estado. Tragué saliva e inspiré con fuerza tratando de librarme de tan desagradable sensación, reprendiéndome por aquel momento de debilidad. ¿Acaso me estaba ablandando? No, claro que no, aunque últimamente me empezaba a desesperar que el magnetismo que desprendía Sarocha Chankimha me hiciera olvidar, a veces, el objeto de mi misión. Una vez más deseé que la TailanSarocha fuese la persona brutal y de aspecto cerril que en un principio imaginé y no la bellísima mujer de modales refinados y aguda inteligencia que tanto me desconcertaba.

De pronto recordé el baile que había compartido con ella días atrás, y un violento escalofrío recorrió la base de mi espalda hasta hacerme encoger el cuerpo de forma involuntaria. Puede que estuviese empezando a imaginar cosas como, por ejemplo, que durante aquel inocente juego Sarocha había rozado sus manos con las mías un segundo más de lo necesario, o que esas medias sonrisas que de tanto en cuanto me dirigía, entre indolentes y burlonas, encerraban un significado oculto.

Misión Pantera (Freenbecky)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora