CAPÍTULO 16

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REBECCA.

– Entonces, ¿salimos está noche? – insistió Irin, por segunda vez en los últimos quince minutos, sin dejar de juguetear con la fila de expedientes ordenados alfabéticamente que descansaban sobre mi escritorio.

– No sé, Irin, ya te he dicho que llevo una semana horrible. Solo quiero llegar a casa, ducharme y tumbarme en el sofá con un buen libro – me excusé de nuevo haciéndome cruces solo de pensar en pasar otra velada de viernes en compañía de mi amiga a la caza de cualquier infeliz que le entrara por el ojo.

– ¿Un buen libro? – repitió en tono desdeñoso antes de lanzarme una pequeña bola de papel a la cara que esquivé de un movimiento reflejo. – Últimamente estás un poco rara, ¿se puede saber qué te pasa? – inquirió clavando sus ojos en mí con suspicacia.

– ¡Nada! – me apresuré a contestar con gesto de inocencia. No me apetecía hablar de eso con nadie, ni siquiera con ella – Simplemente tengo mucho trabajo y estoy cansada – agregué considerando que tampoco faltaba del todo a la verdad. Mis tareas se habían multiplicado desde mi ascenso a subinspectora, aunque no era eso, en el fondo, lo que me tenía sumida en aquella especie de apatía que parecía dominarme en los últimos tiempos.

¿Qué era lo que me ocurría? La imagen de Sarocha se materializó en mi mente de forma instantánea, dando sobrada respuesta a mi pregunta. ¿Por qué no conseguía olvidarme de ella?, ¿cómo era posible que, en cuanto me descuidaba un poco, acabara pensando en el sensual aleteo de sus pestañas o en aquella manera tan sexi con la que a veces me sonreía?

No lo entendía. Claro que tampoco me entendía a misma. Era como si, de pronto, tuviese que lidiar con una absoluta desconocida, una Rebecca desubicada que no sabía ni por dónde le daba el aire.

Además, mi mente parecía empeñada en recrear, una y otra vez, la extraña cena que había mantenido con la Tailandesa apenas diez días atrás. Al principio la cita transcurrió tal y como lo había planeado, es decir, manteniendo una actitud fría y distante por mi parte y a la espera de que terminara la velada cuanto antes. Pero en algún momento de la noche la cosa se torció y, por mucho que intenté resistirme al magnetismo que destilaba aquel demonio de mujer, no pude evitar acabar riendo ante algunos de sus ingeniosos comentarios o debatiendo apasionadamente sobre ciertos temas en los que jamás estaríamos de acuerdo. Tuve que recordarme, en un momento dado del encuentro, quién era ella y quién era yo, y actuar en consecuencia.

De nuevo rememoré la mirada de despedida que me dirigió, entre dolida y furiosa, antes de rozarme con la mano el mentón en una caricia espeluznante. ¡Dios!, pensé que el corazón me salía por la boca. ¿Qué extraño poder ejercía aquella mujer sobre mí?

– Está bien, ¡tú te lo pierdes! – la voz de Irin, impregnada de un ligero tono de reproche, penetró en mi mente obligándome a regresar al planeta tierra. – Pero el domingo, al menos, comemos juntas, ¿de acuerdo?

– ¡Claro que sí! – contesté aliviada. No me apetecía seguir dando largas. – Invito yo.

– ¡Pienso tomarte la palabra! – aceptó levantándose de su asiento y acercándose a mí para revolverme cariñosamente el pelo en un gesto que solía hacer a modo de despedida. – Te dejo trabajar, luego nos vemos.

– Nos tomamos más tarde un café, si quieres.

– De acuerdo – asintió dirigiéndose a la puerta. – Por cierto, ¿te has enterado de lo de los perros que han decomisado...?

– ¿Qué perros? – inquirí, intrigada, cerrando de forma inconsciente el expediente que acababa de abrir.

– Los que han requisado a esos cabronazos que organizaban peleas – explicó arrugando el ceño de forma inconsciente. Irin, al igual que yo, también era sensible a los delitos sobre maltrato animal. – Los tienen en el sótano a la espera de que vengan los de la protectora a hacerse cargo de ellos.

Misión Pantera (Freenbecky)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora