CAPÍTULO 10

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REBECCA.

La Playa de Muro, situada en el Noreste de la isla de Mallorca, estaba ubicada entre las localidades de Port d'Alcudia y Can Picafort, y constituía la puerta de acceso a la maravillosa Albufera, un espacio natural húmedo, ideal para la observación de aves y la práctica del senderismo. Sus cinco kilómetros de arena dorada y un agua turquesa y cristalina invitaban al baño y a las actividades acuáticas.

Sarocha, siguiendo mis indicaciones, salió de la carretera con el potente Jeep que había sacado del fondo del garaje hasta tomar un estrecho camino de tierra que llevaba a un pequeño aparcamiento. Allí dejamos el coche para recorrer a pie un amplio trozo de playa hasta llegar a una caseta algo desvencijada donde alquilaban tablas de surf en bastante buen estado.

– ¿Por qué ezoz zeñorez eztán deznudoz?, ¿no tienen bañador?

– Song, ya te he dicho que no señales nunca con el dedo cuando hables de los demás, y menos aún, gritando – la reprendió Sarocha de inmediato, algo apurada tras ver que el pequeño grupo de nudistas se giraba hacia nosotras riendo del comentario de la niña.

– Vale, pero ¿por qué eztan deznudoz? – insistió Song, bajando la voz a un susurro apenas audible con el ruido de las olas.

– Son nudistas y les gusta estar así en la playa – intervine yo saludando de lejos con la mano al chico que alquilaba las tablas.

– Puez al zeñor eze de la barriga colgante cazi no ze le ve el...

– ¡Song! – haz el favor de mirar a otro lado – la interrumpió su madre agarrando a la niña de la mano y tirando de ella hasta hacerla caminar más deprisa. Yo las seguí riendo por lo bajo, pero cuando comprendí que no dejaba de fijar inconscientemente la mirada en el trasero de Sarocha, cubierto tan solo por un ajustado short, retiré la vista, incómoda, y avancé un par de pasos hasta colocarme a su altura.

Tardamos un buen rato en alquilar dos tablas grandes, una pequeña y un chaleco salvavidas infantil. Después buscamos un sitio apartado para desvestirnos y quedarnos en bikini dejando apiladas nuestras pertenencias dentro de un par de mochilas. Era la primera vez que veía a Sarocha Chankimha

con tan escaso atuendo pues, por lo general, solo utilizaba la piscina a últimas horas del día para nadar. Reconozco que no pude evitar observarla con disimulo mientras trasladábamos las tablas hasta la orilla. Se desplazaba con movimientos gráciles y controlados, y su cuerpo, de proporciones armoniosas, destilaba tanta potencia como elegancia. Odiaba admitirlo, pero era impresionante.

Los siguientes minutos los dediqué a explicar a mis dos atentas alumnas la manera de tomar las olas tumbadas sobre el abdomen para después levantarse en equilibrio cuando la ola alzase la tabla. Al entrar en el agua mi atención se centró casi exclusivamente en Song, a quien le daba instrucciones antes de coger alguna que otra ola de escasas dimensiones. Enseguida me percaté de que la niña tenía madera para aquel deporte, pues no tardó demasiado en manejarse con cierta desenvoltura para su edad. Fue entonces cuando me dediqué a observar con más atención a Sarocha. Tras algunos intentos fallidos, se alzaba sobre la tabla en un más que aceptable equilibrio hasta conseguir llegar a la orilla sin demasiados contratiempos. No me sorprendió. Comprendí que me costaba pensar en algo que aquella mujer pudiese hacer mal.

– ¿Qué tal lo hago? – me preguntó con expresión autocomplaciente, tiempo después, tras acercarse remando con las manos y sentada a horcajadas sobre su tabla. Parecía una chiquilla en un campamento de verano en busca de la aprobación de su monitora y, una vez más, tuve que recordarme que no me encontraba allí pasando alegremente el día con una amiga de toda la vida, sino intentando ganarme la confianza de quien esperaba cometiera un error que, tarde o temprano, me permitiera salir airosa de una misión cada vez más compleja.

Misión Pantera (Freenbecky)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora