02: Ideas desesperadas

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Lyre se cubrió la boca mientras Romelí gritaba con todas sus fuerzas. Se quedó paralizada, el cuerpo congelado en una mezcla de incredulidad y terror. Todo sucedió demasiado rápido. El asesino, envuelto en una túnica griega, dio un paso adelante con una agilidad y precisión inhumanas. Con un movimiento fluido y letal, la hoja de su catana atravesó el pecho de Ayoxa, sin detenerse ni por un segundo a contemplar el resultado. La sangre brotó manchando la túnica vaporosa como si fuera tinta que se extendía sobre un lienzo.

Romelí apenas tuvo tiempo de procesar lo que había ocurrido cuando el asesino, en un giro rápido, dirigió la hoja mortal hacia Dodoncha. El grito de la mujer quedó ahogado en su garganta, y la sangre fresca corrió por la plaza mientras su cuerpo caía inerte junto a su marido.

Fue entonces cuando el caos se desató.

Los gritos comenzaron a extenderse, resonando por la plaza de Oniria como olas de pánico que se propagaban con rapidez. Los habitantes del pacífico y despreocupado pueblo, que momentos antes reían y cantaban, quedaron paralizados al ver la sangre derramada por primera vez en casi dos décadas. Desde Anania —la guerra que había devastado a su pueblo diecinueve años atrás—, no había habido violencia, y la sangre había sido solo un amargo recuerdo en las mentes de los ancianos.

Pero ahora estaba allí, tangible y terrible, cubriendo las calles con su horroroso manto carmesí. Romelí apenas podía respirar, su pecho se apretaba, y sus piernas temblaban bajo el peso del miedo.

A toda prisa, Romelí se dio a la tarea de bajar de tres en tres las gradas de la escalera de caracol hacia abajo, sin esperar a Lyre que le gritó desde arriba con la antorcha en mano para que esperase. Ella se precipitó hacia abajo tropezándose varias veces pero sin llegar a caerse, corriendo como alma desvalida hasta salir de la torre.

Lyre no estaba en forma para eso, de milagro había resistido su ultimo parto infructuoso hacía unas semanas, aunque hubiera querido, no habría alcanzado a Romelí.

A ella no le importó nada, simplemente emprendió la carrera hacia Oniria, quería llegar a donde estaba el patriarca, quería acercarse a él para ayudarlo, quería saber si aun podía hacer algo por él. Más allá de los olmos, la tierra volvía a agrietarse y la arena empezaba a abundar, Oniria debía estar a menos de un minuto cuando Romelí fue interceptada por uno de los suyos.

Era Alleyla una medio hermana menor de Romelí, la había tomado del brazo antes de que pasara por entre las primeras casas de Oniria. Romelí se sobresaltó al verla pero esta, sin mediar palabra la arrastró tras el muro.

—No puedo dejarlo así... —gimió Romelí, apartando las manos de su hermana—. ¡no puedo!

Intentó soltarse, pero Alleyla la sostuvo con más fuerza, sus ojos oscuros llenos de urgencia— ¡No podemos hacer nada! —le siseó Alleyla en la misma desesperación que ella pero con una firmeza que nacía del pánico— No podemos salvarlos, Romelí. Si sales ahí, te matarán también. Son ellos, los zorros del desierto —le dijo al tenerla por fin quieta— ellos están aquí.

—¿Debemos escapar? — susurró finalmente, incapaz de evitar la pregunta que se formaba en su mente, aterrorizada y con pesadas lágrimas bajando por sus mejillas.

—Son demasiados, Romelí. Están por todas partes, han llegado como una sombra que lo cubre todo. Buscan a los descendientes del desierto, a los moradores de más allá del otro lado del mar. Saben quiénes somos —su voz tembló apenas, pero se mantuvo firme—. Ya han acabado con la mitad de nosotros. Si no nos ocultamos... nos borrarán como si nunca hubiéramos existido.

El corazón de Romelí latía con fuerza, un martilleo constante que resonaba en sus oídos, pero antes de que pudiera procesar las palabras de Alleyla, Lyre apareció a su lado, jadeando y apoyándose en la pared como si hubiera estado corriendo por su vida.

El color del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora