El peso del metal frío sobre su piel marcó el comienzo de un nuevo calvario. Apretó los dientes al escuchar el sonido de las cadenas que se tensaban cuando los esclavos empezaron a ser dirigidos hacia un carro que los aguardaba. Los grilletes eran pesados y dificultaban sus movimientos, pero eran también su única protección en ese momento. Si quería sobrevivir, debía mantenerse oculta a plena vista, disimulando su origen entre los otros prisioneros.
La procesión de esclavos avanzó lenta y silenciosa, y Romelí sintió cómo el aire caliente se volvía cada vez más opresivo. Los negreros los empujaban y azuzaban con rudeza, y la multitud del mercado parecía no prestar atención al destino de esos pobres condenados. Romelí mantuvo la cabeza agachada, ocultando su cabello teñido que ahora se enredaba y manchaba su cuello de sudor y tinte, su única esperanza era que nadie notara la diferencia.
De repente, sintió un tirón violento en la cadena que la ataba a los demás, y fue empujada hacia adelante, chocando con otro prisionero. Los negreros comenzaban a cargar a los esclavos en el carro, y Romelí apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la arrastraran con el resto. El viaje a la celda fue una pesadilla de sacudidas y dolor, con el peso de las cadenas apretando sus muñecas y tobillos. Su corazón palpitaba descontroladamente, pero mantenía la compostura. El terror de ser descubierta y entregada a los zorros era lo único que ocupaba su mente.
No dejaba de pensar en lo que pudo haber ocurrido con su familia, con Alleyla y Lyre. Ella había escapado de una forma inclusive patética, si se ponía a pensarlo bien. El patriarca ahora estaba muerto, tan muerto como la arena estéril por la que caminaban. Y ella no podía hacer nada por él ni por nadie, ni siquiera por ella misma.
De rodillas, con los grilletes aferrándose a sus muñecas, Romelí recibió el cuenco de agua que le ofrecían para calmar la sed. Estaba tibia y sabía a tierra, pero era como probar el cielo después de tanta extenuación.
Sin alzar la vista, supo que una de las negreras racotianas la estaba mirando con ojos curiosos, al tiempo en que servía con un cucharón el agua de los cantaros a las escudillas de barro. Sus colmillos incrustados de jade resaltando mientras ella hablaba con los demás de su parentela.
Romelí había visto innumerables veces a los racotianos, eran gente violenta, tosca, egoísta y generalmente muy inteligente. Los colmillos que portaban significaban estatus, como la ropa fina y las joyas para los oniricos y catarsianos. Ellos mostraban su nivel de espiritualidad y de estabilidad económica con esas joyas afiladas en honor a su diosa.
Romelí bajó la cabeza, bebiendo a sorbos, economizando hasta la última gota. Confiaba en que la capucha ocultase lo suficiente su piel oscura, su cabello de color y las manchas de tinte. Trató de aparentar la misma expresión desvalida del resto de esclavos, lo que no le fue dificil, considerando lo pasado.
De pronto, cuando menos lo esperaba, la racotiana le quitó de golpe la capucha, agarrando una buena cantidad de su cabello al hacerlo, lo que la obligó a echar hacia atrás la cabeza. Romelí inhaló ante la sorpresa, pero se obligó a guardar silencio y simplemente no bajar la mirada ante la mujer. Su corazón palpitaba furiosamente, pero su rostro no mostraba ninguna señal de temor. Sabía que, en esa cultura brutal, cualquier debilidad se pagaba caro.
La racotiana la observó con ojos fríos, pero había algo más en su mirada: un rastro de interés, de sorpresa. Las racotianas eran más crueles que los racotianos, envalentonadas por la cultura basada en la venganza de una diosa mujer. No por nada eran ellas las que tenían a su cargo los esclavos. Ella la miró largamente al igual que Romelí a ella. Era muy hermosa, pelirroja de ojos aguamarina, con la piel algo acartonada por el sol, pecosa y peinada con un par de trenzas. Irradiaba una autoridad implacable, acentuada por los colmillos que sobresalían de su boca como la marca distintiva de su linaje.
—Muchachas —llamó a las demás— aquí tenemos mercancía de más.
Las demás mujeres racotianas se acercaron a ella, algunos esclavos alzaron la vista, atraídos por el tumulto. La melena color vino profundo resplandecía al sol y la piel oscura y los rasgos característicos de Romelí eran el centro de atención de todos. Aun en esa posición vulnerable, ella vio con satisfacción la sorpresa mariposear entre las mujeres que la miraban. Era un espectáculo en sí misma.
Otra se acercó, una rubia con unos colmillos más pronunciados y de golpe y sin cuidado le tomó las manos para ver las palmas a la luz opresiva del sol. El contacto era áspero y sin consideración, pero Romelí no flaqueó.
—No es de El Abismo —se extrañó mirándola a la cara de nuevo— no tiene la marca de la fidelidad. Y ese cabello...
—Esta es una infiltrada. —dijo la pelirroja, con gesto reprobatorio, estrechó los ojos al mirar a Romelí de arriba abajo. El desdén en su voz era palpable— Solo nos traerá problemas.
Otra racotiana, que había estado en silencio hasta ahora, intervino tras revisar los números de esclavos.
—Está de más, no fue comprada en Misraim —afirmó con un tono decidido, como si esa simple constatación resolviera el asunto.
—Una esclava, aunque sea de más nunca es mal recibida. —dijo una voz masculina tras ellas.
Romelí contuvo la respiración y estuvo tentada a bajar la mirada, pero se dijo que eso sería contrario a lo que el patriarca habría querido. Así que no se permitió esa falta de dignidad. El zorro le devolvió la mirada. Fue como si se encontraran dos enemigos de eras antiguas, dos almas viejas reencontrándose para destruirse nuevamente en la próxima vida.
Este no era un racotiano, venía del otro lado del océano. Su piel negra y sus rasgos no eran de este lado del mundo, al igual que los suyos. Lo único que lo podía acercar a esa cultura de venganza y sangre, eran los colmillos. Pero fuera de eso, era un zorro del desierto, tal y como ella.
Aun así, los ojos masculinos dejaron los suyos para contemplar su cabello. Era evidentemente el color más raro que se hubiera visto en una mujer, pero eso jugó a su favor inesperadamente. Alzando una mano, ordenó a la pelirroja soltarla, mientras
—Infiltrada o no —dijo el hombre, con una voz grave, cargada de la malicia propia de los zorros del desierto—, se venderá bien.
El zorro alzó una mano, y con un gesto firme, ordenó a la pelirroja que la soltara. Romelí sintió el alivio momentáneo del dolor en su cuero cabelludo, pero el peligro seguía latente en el aire.
Finalmente, llegaron a su destino. Romelí fue sacada del carro junto con los demás esclavos y auscultada por un par de ujieres que la miraron con la misma curiosidad que ya había mostrado el zorro y las racotianas. El dinero fue a parar a las manos de los negreros y Romelí conducida a una prisión subterránea. Las celdas de piedra húmeda y oscura la recibieron con un olor a moho y cuerpos hacinados. La empujaron sin delicadeza dentro de una de las celdas, donde cayó de rodillas sobre el suelo áspero y frío. El sonido de la puerta de hierro cerrándose resonó en el silencio, sellando su destino.
El cansancio y el dolor la invadieron de inmediato, pero Romelí no dejó que sus emociones se desbordaran. Sabía que tenía que mantener la calma si quería sobrevivir. Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, su mente comenzó a trazar el próximo paso, porque aunque ahora estuviera encerrada, haría todo lo posible por trazar una ruta de escape. Tenía necesariamente que quedarse algún tiempo, luego volvería a huir.
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El color del alma
FantasyEnfrentada a un destino incierto, Romelí se ve obligada a adentrarse en el peligroso y seductor mundo del harén imperial, un nido de intrigas y rivalidades donde la traición acecha en cada rincón. Conscientes de su singular belleza, muchos la subest...