12: las marcas del Monstruo

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 Romelí se despierta lentamente, el dolor agudo de las heridas en su espalda trayéndola de vuelta a la realidad sombría de la celda. Cada jadeo que se escapa de sus labios parece resonar en el silencio, denso y sofocante, mientras intenta controlar su respiración. Su cuerpo se siente pesado, como si cada músculo protestara al menor movimiento.

Sin embargo, al levantar la vista, su atención se centra en Khafra, quien se encuentra al otro lado de la celda, inclinándose sobre un cuenco de agua. Con movimientos lentos, se pasa el agua por el rostro y el torso, lavándose no solo los restos del sueño, sino también la sombra de una resaca persistente.

El torso de Khafra está descubierto, solo trae unos pantalones cortos. De repente, él se percata de su mirada y se detiene, sus ojos oscuros encontrándose con los de ella en un silencio que parece cargado de preguntas sin responder. Una gota de agua resbala de sus dedos, cayendo con un sonido que parece romper el silencio de la celda.

Romelí se atreve a hablar, su voz apenas un susurro:

—¿Por qué sigues aquí?

Khafra se endereza, dejando caer la última gota de agua, y la observa con una sonrisa irónica, esa que a veces parece un escudo más que una verdadera emoción.

—Porque ahora estoy atado a tu existencia, al menos mientras sigas aquí —responde, su tono burlón suavizado por una sutil amargura—. Mi idea original era llevarte directamente al harén después del castigo. Pensé que recibirías solo un par de azotes, nada más. Pero es obvio que el príncipe te desea más de lo que imaginé. Si no, no habría sido tan duro contigo.

Romelí frunció el ceño, perpleja. Su respiración se vuelve entrecortada mientras intenta enderezarse, apoyándose en los codos, pero el dolor es como un puñal en la espalda, robándole el aliento. Cierra los ojos y aprieta los dientes, luchando por no mostrarse vulnerable ante él.

—Eso no tiene sentido —logró decir, su voz apenas un murmullo de confusión.

Se envolvió en una túnica de tonos terrosos, sencilla y carente de adornos, en marcado contraste con las vestiduras de los demás eunucos. Sin embargo, la austeridad parecía realzar la autoridad oculta que irradiaba. Romelí captó el momento exacto en el que sus ojerosos ojos cambiaron al mismo tono de la tela que lo cubría.

—Los Racotianos son diferentes —explicó, su voz sin rastro de burla, como si estuviera revelando un secreto amargo, apenas escondía un trasfondo de advertencia— Sus placeres son un poco extraños, masoquistas, y su sentido de la lealtad aún más.

Ella se percata de que aún lleva el mismo vestido desgarrado de la noche anterior. Khafra no se ha molestado en limpiarla, en arreglar su aspecto como había hecho antes de presentarla al príncipe, y de alguna manera, esto le resulta un alivio. Prefiere conservar su intimidad en el estado desordenado en el que está, como una última barricada de su autonomía.

Khafra la observa con un destello de compasión disfrazado, una expresión que desaparece tan rápido como había aparecido. Finalmente, con voz suave, casi un susurro, agrega:

—A veces es mejor no entender lo que quieren los que están en el poder, Romelí. Solo sobrevivir a ellos.

Con un movimiento calculado, tomó un cuenco de agua, lo llenó y se lo acercó. Su mirada permanecía fija en ella, con una mezcla de dureza y algo que parecía preocupación.

—Bebe, vamos a limpiarte para ahora introducirte al harén.

Ella lo miró por un instante, sus ojos cargados de una mezcla de desconfianza y curiosidad. Al tomar el cuenco, sin embargo, dejó escapar una pregunta que había estado rondando en su mente desde hacía días.

El color del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora