20: Lo Que Oculta la Piel

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Él frunció levemente el ceño, suspirando grandemente por ser privado del refugio que había escogido para afrontar su situación. Así que resopló otra vez y se removió en la cama, en búsqueda de una posición más o menos cómoda mientras pensaba en qué decir. En un momento se llevó ambas manos al rostro y talló sus ojos unos instantes así como las mejillas y luego el cabello, en todo momento evitando la mirada de Romelí, pero sabía que ella lo estaba mirando atentamente. No se iría hasta que él le dijese lo que ella quería saber.

En parte, se lo debía. Casi la había violado hace un momento, cosa que nadie pensó que sería capaz de hacer, ni siquiera él mismo evidentemente.

Finalmente, Khafra rompió el silencio, su voz apenas un murmullo.

— No soy lo que crees, Romelí. No soy eunuco... ni siquiera soy un hombre libre —dijo, con una tristeza suave, asentada en cada uno de sus rasgos—. Ni guardián, ni esclavo... —Se interrumpió un segundo, bajando la vista. Inspiró hondo antes de preguntar—. ¿Has oído hablar de la alquimia?

Romelí asintió, en silencio— Los alquímicos... gobiernan los tres poderes en Misraim —murmuró ella.

Él asintió lentamente.

—Exacto. Pero lo que no sabes es que también somos cazados, asesinados, por el faraón Jocsan. Hay un complot, un movimiento político para exterminar a cualquier nacido con dones de alquimia. Mi propia vida fue marcada por esa cacería. —Se detuvo un segundo, entrecerrando los ojos como si recordara un dolor antiguo—. Soy Catarsiano, Romelí, primo del faraón Silence. Él no tenía herederos que portaran el don, y al morir, el derecho al trono recaía sobre mí. Pero Jocsan... él y la sacerdotisa Talaya ansían todo el poder de Misraim y sabían que mientras quedara un solo alquímico en la familia, jamás tendrían el control absoluto. Así que, tras la muerte de Silence, con una hija sin poderes y mi existencia como única amenaza, trazaron un plan.

Romelí lo miró con creciente sorpresa y horror mientras él continuaba, cada palabra empapada de amargura.

—Mi padre lo descubrió —dijo con voz ronca—. Sabía que, para protegerme, debía sacarme de Catarsis y ocultarme lejos del alcance de Jocsan. Así llegamos aquí, hace años. Mi padre incluso consiguió un lugar seguro para mí, una forma de ocultarme a plena vista. Sabía que el lugar más seguro en el palacio sería aquel reservado a los que nadie observa dos veces: los eunucos.

Khafra apartó la mirada un instante, un dejo de agradecimiento teñido de dolor en su voz.

—Pero mi padre no permitió que me mutilaran. Convenció al doctor que examina a los eunucos del palacio para que falsificara los registros. Así es como obtuve el puesto de guarda del emperador, bajo la apariencia de ser algo que no soy. Pero, Romelí... —y aquí volvió a mirarla, su expresión rota y cautelosa—. Este papel, esta mentira, es todo lo que me protege de Jocsan, todo lo que me mantiene vivo en este reino, y aun así... he tenido que cargar con la sospecha y el desprecio de todos.

Romelí lo miró, con aprensión, con ternura incluso. Pero aun así no se movió. No sabía qué decir o hacer. Permaneció en silencio, anclada en esa quietud entre ellos, porque algo en ella entendía que no había palabras que pudieran aliviar el dolor que él cargaba tan profundamente.

En su cultura, en su familia, cuando alguien confesaba un dolor así, se realizaba el ritual de lágrimas. Los miembros de la familia se sentaban alrededor, en círculo, y se ofrecían palabras de consuelo; pero más importante aún, lloraban juntos. Las lágrimas fluían como símbolo de solidaridad, como una ofrenda de dolor compartido para aliviar la carga del otro. Ella misma lo había visto, los rostros inclinados hacia el suelo, el suave murmullo de los consuelos, y el llanto que, aunque mudo, siempre ofrecía un alivio profundo.

El color del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora