05: Las cadenas del secreto

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El sol había salido ocho veces desde que Romelí estaba dentro de esa celda. Cuatro paredes rústicas la rodeaban con la característica frialdad muerta de la piedra, parecida a la del temple de los guardias fuera de las puertas a los cuales no podían enternecer sus lamentos. Brotaba el agua de alguna parte de la esquina superior izquierda, bajando hasta un depósito en el suelo que servía de abrevadero, como si los esclavos que entraban ahí fueran ganado. En la esquina inferior derecha, había un canal minúsculo construido a propósito para ese efecto, por la que el agua corría hasta el siguiente cubículo.

Gracias a este depósito, nunca tenía sed, pero no podía decir lo mismo del hambre, la cual mordía su estómago cada vez con mayor intensidad. Y aunque las comidas fueran diarias, no consistían en algo mayor a infusiones y un puré de verduras cocidas. Una vez por la mañana y otra por la noche. No era suficiente, en ningún sentido, ni siquiera para los gusanos.

En un confinamiento circundante al suyo, fue metida otra joven al octavo día. Desde el momento en que la puerta se cerró tras ella, Romelí pudo oírla abandonarse al llanto, a veces con suavidad, a veces a los gritos, pero siempre con el mismo grado de pesadumbre y gimiendo la misma palabra una y mil veces.

¿Sería algún nombre? ¿Quién podría ser? ¿Lo sabría alguna vez? Romelí no había intentado comunicarse con ella sino hasta esa noche, cuando el llanto se había vuelto un quejumbroso gemir constante y rítmico que se perdía con el sonido del correr del agua en el bebedero.

—¿Hola? —murmuró, con la intención de no ser oída por los guardias, pero sí por ella, acercando sus labios al agujero por el que pasaba el agua a su celda— ¿puedes oírme?

El llanto cesó y, después de un instante, Romelí oyó el sonido áspero de la tela en movimiento sobre la piel, la chica se estaba moviendo hacia el sonido.

—Soy Romelí y también estoy encerrada —siguió hablando, para intentar ganarse su confianza y hacerla hablar.

La chica no respondió. Pero Romelí se sintió reconfortada al saberse escuchada por alguien ajeno a sus propios pensamientos. Esperó unos segundos y volvió a hablar, con la intención de ser breve, pero a la vez decir lo más importante.

—Vengo del desierto de Oníria, una de las últimas hijas de una caravana procedente del otro lado del océano. Hace ocho días que estoy encerrada. ¿Puedes decirme de dónde vienes y porqué estás aquí?

Estaba perdiendo su esperanza mientras el acuciante asedio del hambre la mantenían en constante alerta. Sus ojos marrones escrutaban el silencio de su cubículo, aún en busca de respuestas, se acercó aún más al resquicio por donde el agua salía cuando al otro lado, la otra joven contestaba.

Pero para su mayor decepción. La joven habló en un idioma extraño algo que le sonó a una exclamación de frustración por no ser capaz de entender. Los llantos regresaron y se impusieron por encima del silencio creándose en Romelí la sensación de infructuosa impotencia.

Cuando escuchó ruidos de una conversación desde fuera, la joven en la otra celda ya se había dormido, presa del cansancio, pero Romelí seguía alerta. Tanto como para poder percibir los sonidos fuera.

Retazos de esa charla le llegaron entrecortadamente, eran de dos personas, pues el contraste entre una voz y la otra era muy marcado, masculinas. Eran voces ajenas a los guardias, se acercaban por el pasillo, cada vez se hacían más fuertes. Se preguntó si la joven extranjera las oiría también y si hablaban en algún idioma que ella conociera.

Uno le recriminaba con bastante ímpetu al otro, casi con violencia. Una voz masculina y hostil, con un golpe constante en el acento de ese extraño país en el que se encontraban. Su interlocutor apenas y respondía, por lo que apenas y alcanzaba a discernir el sonido de su irritación al ser molestado por el otro hombre.

El color del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora