11: Subyugación

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Khafra avanzaba en silencio, su paso rítmico apenas quebraba el eco en los pasillos sombríos del palacio. Sostenía a Romelí con firmeza, su mano sujetando su brazo mientras ella tambaleaba, cada paso encendiendo el dolor ardiente en su espalda desgarrada. Las gotas de sangre marcaban su avance, un rastro oscuro en la piedra fría que hacía eco de su sufrimiento.

La penumbra del pasillo parecía vibrar bajo la luz esmeralda de las antorchas, proyectando sombras que se retorcían a su alrededor como serpientes. A medida que el olor a incienso azul se colaba en el aire, Romelí sentía el veneno acre del vinagre aún pegado a su lengua.

Quiso hablar, romper el silencio que la oprimía, pero el amargor la paralizaba, y sus palabras se ahogaron en la pesadez de su propio agotamiento. Cuando llegaron a su celda, sus miradas se cruzaron por un instante; en la quietud de los ojos de Khafra percibió un destello, apenas perceptible, pero que era una sombra de empatía que él no habría admitido.

—¿El castigo ha terminado? —murmuró, apenas un susurro que escapaba de sus labios.

Khafra asintió, pero sus palabras fueron tan frías como las piedras bajo sus pies desnudos— Apenas comienza.

La puerta de la celda se cerró tras ellos, y la familiaridad de ese rincón oscuro, con el goteo del agua en el abrevadero, no le trajo ningún consuelo. Khafra la guió hasta el suelo de piedra y, con un ademán cuidadoso, retiró la capa que había usado para cubrirla. Se volvió hacia el abrevadero y evitó mirarla mientras dos eunucos entraban, cargando un incensario de bronce del cual brotaba un humo espeso, impregnado con ese incienso que parecía sellar la desesperanza en las paredes.

Ellos también se detuvieron a observar el cabello de Romelí, del mismo color rojo oscuro que el de su sangre. Uno de los eunucos le indicó que se tendiera en el suelo, y ella obedeció con un movimiento lento, resignado. Sintió el peso de la mirada de los otros sobre su espalda desnuda mientras preparaban el hierro al rojo vivo. El primer toque fue un dolor atroz, como si el fuego hubiera tomado forma y se alojara bajo su piel, quemando hasta lo más profundo. Apretó los labios para no gritar, pero su resistencia se rompió con un leve gemido, un eco de lo que fue su espíritu desafiante.

Perdió la conciencia por momentos, un refugio breve y oscuro que el dolor terminaba reclamando, obligándola a regresar a la cruda realidad. Cuando los eunucos finalmente se fueron, el aire en la celda estaba cargado con el olor denso del incienso, la carne quemada y la sangre. El frío ahora parecía una venganza y la quemadura en su espalda, los cortes, las quemaduras, con cada respiración parecían volver a ser azotados y quemados.

—Puedes estar contenta ahora, Darcelle —leyó Khafra, recorriendo con la vista la marca en su piel que tenía su nombre nuevo abajo de su marca—. No solo perteneces al rey, sino que eres ahora eres una de sus posesiones más valiosas. Si no hubieras mentido, tendrías solo tu marca y tu nombre. Ahora llevarás la cicatriz del hierro y las de los azotes, y será larga la recuperación... Pero has tenido suerte: a otras por menos se les ha desollado vivas.

Mientras hablaba, mojó una esponja en el agua helada y comenzó a limpiar los cortes con precisión, a pesar de los temblores que sacudían a Romelí con cada toque y las oleadas de dolor agudo. Ella sentía que él estaba siendo gentil.

—Mi nombre es Romelí —susurró, apenas consciente.

—Puedes olvidarte de ese nombre. Ahora eres del emperador, y quizás pronto, del príncipe.

—Dijiste algo... sobre gotas de sangre de Vespera... —sus palabras salieron entrecortadas.

Khafra se detuvo, y sus ojos, ahora de un verde profundo como las aguas estancadas, se posaron en ella. Aunque su expresión se mantenía inmutable, fría y distante, hubo un atisbo de duda, apenas perceptible, que cruzó por su mirada.

El color del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora