18: Borrachera y Caos

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Romelí miró la escena con completo asombro, mientras Mavros, encendido de rabia, avanzaba hacia el soldado dormido, con el puño alzado, listo para descargar su ira. Pero antes de que pudiera actuar, Khafra se interpuso.

—No... no lo hagas, Mavros —dijo, arrastrando las palabras y tropezando levemente antes de recomponer su tono con un esfuerzo visible, en una advertencia firme—. No queremos... guerra —añadió, con una mezcla entre solemnidad y desatino—. Sé que quieres... ¡matarlo! Aquí mismo, ahora... pero eso sería... —se interrumpió, buscando las palabras, una chispa de exasperación cruzando sus ojos— sería una... una... ¡bah! Imprudencia más. Y ya tenemos... suficientes de esas, ¿no?

Mavros lo observó con los ojos entrecerrados, su pecho subiendo y bajando con respiraciones cargadas de furia contenida. Khafra no retrocedió; en lugar de la sumisión habitual, sostuvo la mirada del príncipe, mostrando una determinación inesperada.

— ¿Se mantendrá dormido para siempre? —Mavros gruñó en un tono ronco.

Khafra esbozó una sonrisa irónica, aunque aún tambaleante en el borde de su autocontrol.

—Oh, claro que no, príncipe —respondió, con un tono bajo y cortante que conservaba apenas una pizca de gravedad—, pero bastará para recordarte que... que tu impulso de ahora podría... maldición... podría condenarte mañana. Deja que el soldado se retire con su orgullo... herido, y así... el emperador verá que tienes el control. Hasta sobre ti mismo. —Khafra alzó una ceja, observando a Mavros sin la reverencia de un sirviente—. No es debilidad, es estrategia.

Mavros bajó el puño lentamente, sin dejar de lanzarle una última mirada amenazante al soldado, cuya respiración estable era la única señal de que estaba bajo el hechizo de Khafra.

—Ni el emperador ni el faraón Jocsan II estarán contentos por este altercado. —suspiró— y si saben que fue por una mujer, será peor. Curame y acabemos con esto.

Ante la vista de Romelí, el eunuco alzó una mano y las heridas del principe se fueron curando una a una, cerrándose con delicadeza, sin dolor. Incluso la oreja reapareció en su sitio y Mavros, aunque ensangrentado, volvía a estar entero.

—Haz que desaparezca antes de que despierte —ordenó finalmente, un poco más calmado, aunque con un tinte de resentimiento—. Y asegúrate de que entienda que la próxima vez no tendrá tanta suerte. Y llévate a Darcelle, casi la pierdo por tu culpa. Por tu estado la has descuidado, pudo llevársela si yo no hubiera sobrevivido.

Khafra asintió, una serenidad turbia aún brillando en sus ojos, mientras sus pasos se volvían cada vez más tambaleantes, enredándose en una maraña de movimientos irrisorios. Al retirarse Mavros, lanzando una última mirada cargada de advertencias a Romelí, Khafra dejó escapar una carcajada grotesca y ahogada, clavando sus ojos en ella con una expresión que oscilaba entre lo burlesco y lo desquiciado.

Romelí, temerosa de que él también se desplomara al suelo como el soldado, lo sostuvo del hombro, esforzándose por estabilizarlo.

—¿Qué fue todo eso? —le preguntó, su voz todavía teñida de miedo—. ¿Hoy he visto a un maldito de El Abismo... y ahora, tal vez, a un brujo?

Khafra apenas le prestó atención, vociferando con un tono arrogante que resonó en el vacío:

—¡Sirvientes! —exclamó—. Necesito que se lleven a este despojo de regreso a su reino, con su faraón incluido.

De inmediato, varios sirvientes emergieron de los pasillos oscuros, listos para cumplir su orden, pero Khafra levantó una mano con un aire teatral y se detuvo. Con un ademán de concentración, los observó por un instante antes de dar un breve asentimiento, como si acabara de recordarse a sí mismo cuál era el objetivo. Satisfecho, permitió que los sirvientes cargaran con el hombre dormido.

El color del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora