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La puerta se cerró de golpe y ella dejó escapar un suspiro de alivio, como todas las mañanas

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La puerta se cerró de golpe y ella dejó escapar un suspiro de alivio, como todas las mañanas.

Pero hoy era diferente.

Se quedó de pie en medio del gran vestíbulo, congelada, a la espera de estar completamente segura de que él se había marchado. El motor del auto rugió instantes después. El auto giró suavemente hacia atrás, con la grava crujiendo bajo los neumáticos, y se adentró en la tranquila calle suburbana. Y entonces el sonido del motor aumentó, ganando velocidad conforme se alejaba acelerando, el tubo de escape innecesariamente ruidoso.

Ella se puso en acción cuando el vehículo desapareció del alcance de sus oídos. Girando en el lugar, subió las escaleras de dos en dos. En el dormitorio principal, estiró la mano hasta la parte superior del armario y sacó una gran maleta negra, haciendo una mueca por el dolor que le produjo el movimiento. Pero ignoró el dolor en sus costillas y siguió adelante. Abrió el armario-vestidor y arrastró la maleta a su interior, levantó la tapa y se puso de pie para observar las estanterías que tenía frente a ella. El tiempo y el espacio eran limitados. Sacó unas cuantas prendas de cada tipo, las dobló rápidamente y las metió en la maleta. Un puñado de ropa interior cayó encima. Siguieron unos cuantos pares de zapatos, concretamente sus zapatillas deportivas y sus zapatos planos, en lugar de los tacones que él le exigía usar.

Antes de pasar a la siguiente tarea, se quitó el vestido ajustado que le había ordenado ponerse aquella mañana. El material restrictivo de sus atuendos siempre la hacía sentir claustrofóbica, limitada. Se lo quitó, lo dejó tirado en el suelo y tomó unos vaqueros viejos que rara vez se ponía. Los combinó con un sencillo jersey color crema, sacó la maleta medio llena del vestidor y se dirigió al baño.

Aprovechó la oportunidad para recogerse el cabello, recogió los largos mechones castaños y se los apartó de la cara. A él no le gustaba el pelo recogido, así que ella siempre lo llevaba suelto. Pero le irritaba y le estorbaba, sobre todo con lo largo que había crecido. Una vez se hubo ocupado de su cabello, se puso manos a la obra. Champú, acondicionador, cepillo de dientes, pasta de dientes, cepillo de pelo, productos sanitarios. No necesitaba nada más. Bueno, no lo necesitó después de tomar una toallita para la cara y quitarse agresivamente el maquillaje que se esperaba que se aplicara esa mañana.

Se detuvo, mirándose en el impecable espejo situado sobre el amplio tocador de doble lavabo. Su piel estaba más pálida que de costumbre y en las comisuras de sus ojos se dibujaban líneas de expresión, normalmente ocultas por el maquillaje. Sus dedos se alzaron un momento para tocar la cicatriz curada, con un ligero cosquilleo en la piel al acariciar el surco que le estropeaba el labio y se extendía hasta su nariz.

Y entonces se puso en marcha de nuevo; arrojó el neceser a la maleta que sacó de la habitación y arrastró por el pasillo. Abrió la puerta del dormitorio, en la que cinco letras de madera indicaban el nombre de su ocupante, y metió la maleta dentro. De pie, observó la habitación de su hijo por un momento antes de ver cuánto espacio quedaba disponible. Algunas de sus pertenencias tendrían que quedarse atrás. Sólo podía llevarse su objeto favorito y disculparse con él por cualquier cosa que hubiera olvidado. Todo era reemplazable, se recordó a sí misma mientras empezaba a sacar varias prendas de su armario. Encima de la ropa añadió unos cuantos libros, algunos de sus juguetes favoritos y el elefante de peluche, llamado Eddie de forma poco imaginativa.

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