12 - Aprender a volar

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Taylor conocía las noches como el dorso de su mano: unas eran un juego, otras un camino sin salida

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Taylor conocía las noches como el dorso de su mano: unas eran un juego, otras un camino sin salida. Sabía mucho de noches que parecían inocentes y desembocaban en finales apoteósicos, de noches inesperadas y de noches que nunca terminan.

Vivía de discoteca en discoteca. Reía como la que más en aquella borrosa sucesión de fiestas. Cuanto más alto, mejor. Más seguridad aparentaría. Deslumbrante en tacones que la hacían sentir más alta que el resto del mundo, y con vestidos que dejaban poco a la imaginación, siempre era el centro de todas las miradas.

Pero solo porque nadie conocía realmente a Taylor.

Aquella noche que comenzaba se iba a sumar a una larga lista de noches que no deberían haber existido. Una parte de Taylor era consciente de que había perdido el rumbo por completo. Sabía que, en algún momento, tendría que pausar su vida y bajarse de la corriente por la que se dejaba arrastrar. Pero Taylor no era una persona optimista: se sentía atrapada, no veía escapatoria y era demasiado débil para huir de sí misma sin ayuda. Tampoco era valiente y no se veía capaz de contarle a nadie lo que le pasaba: esas locas paranoias que la acosaban sin parar.

—Hola, Taylor —le dijo Matías, el chico con el que llevaba tonteando un tiempo.

Era la noche de Halloween y el chico iba disfrazado de muerto viviente. Taylor había pasado de disfraces. Su propia imagen ya le era bastante ajena, como para encima disfrazarse de alguien o algo aún más diferente.

—Hola —contestó ella con su voz raspada.

Matías estaba apoyado en una farola, con aire despreocupado y una copa en la mano de lo que Taylor supuso que sería la bebida favorita del musculitos: ron con coca-cola. Simple, pero efectivo. Taylor, en cambio, lo aborrecía; el sabor era demasiado amargo, demasiado fuerte para ella. Aunque no demasiado fuerte en cuanto a grados de alcohol: a Taylor le gustaban las bebidas cargaditas.

Y algunas otras cosas, pensó mientras rebuscaba en su bolso.

Taylor miró los calmantes para los nervios que tenía en la mano: las llamaba pastillas para la felicidad. Y al alcohol lo llamaba elixir de la alegría. Era su manera irónica de no enfrentarse a lo que de verdad suponía su dependencia de aquellas sustancias. No se sentía capaz de sobrevivir sin ninguna de sus medicinas. No sabía en qué momento se había enganchado de esa manera exactamente; todo había ocurrido demasiado rápido. No recordaba cuándo había dejado de ser una chica tan normal como el resto para convertirse en aquello: la chica que cada día se despierta en un sitio, que va de fiesta en fiesta, que no recuerda sus noches. La chica que no deja que nadie la vea llorar.

Lo único que tenía claro de todo aquello era que sus adicciones eran una cortina de humo, una forma de evadir las sombras de su propia mente. Desde hacía tiempo, Taylor había aprendido a volar. Era cierto que el primer vuelo había ocurrido antes de volverse adicta, pero su aturdida mente se dejaba engañar fácilmente cuando estaba en ese estado. Podía darle una explicación casi lógica a su mente asustada. Que si eran alucinaciones, que si era normal cuando tomabas esas sustancias, que si lo había soñado.

Signos - Saga del Zodiaco IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora