En un Madrid lleno de misterio, el dolor de una ruptura amorosa despierta en Carlota un don extraordinario: la empatía. Cuando conoce a Adrián, un joven enigmático con el poder de ver el futuro, su vida da un giro inesperado. Juntos, se embarcan en...
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Cuando terminaron las clases y Carlota se montó sola en el ascensor para bajar a la calle, se dio cuenta de cuánto odiaba el silencio: le hacía pensar y recordar cosas. El silencio le traía de vuelta su vida pasada, una vida en la que no solo tenía a Lucas, sino también a Taylor, su antigua mejor amiga, que había decidido cambiarla por sus adicciones. Sin Taylor, Carlota se sentía sola.
Sin embargo, cuando volvió a esperar en el andén de Plaza de España a que llegase el metro, encontró en el bolsillo de su chaqueta un folleto promocional y recordó que, después de todo, sí que contaba con alguien. Ese folleto se lo había dado su madre, preocupada por el estado de salud mental de su hija. Había pedido ayuda a una amiga que impartía clases de psicología en la Autónoma.
—Hija, vamos a darle una oportunidad a esto —le había pedido su madre en su blanca cocina, poniendo sus manos sobre las de Carlota y dejando el folleto informativo a un lado—. Son unos cursos de ayuda. Los necesitas.
—Mamá... yo, no sé...
—Carlota, prueba. Solo te pido eso.
El metro llegó y Carlota suspiró. Había aceptado ya lo que le pasaba y no tenía nada que ver con su salud mental. Pero no quería decepcionar a su madre y pensó que, probablemente, tampoco le vendría mal aprender a controlar sus emociones. Y las del resto, claro.
Cuatro paradas después, se bajó en Nuevos Ministerios y trató de no equivocarse al coger el tren que llevaba a la Autónoma. Se colocó los auriculares y puso su lista de música favorita en modo aleatorio, mientras cerraba los ojos y trataba de evadirse de la gente que la rodeaba y de sus sentimientos. Pudo notar los nervios de un par de estudiantes; por lo que iban comentando, tenían exámenes importantes. Pero esas sensaciones no la agobiaban demasiado, era fácil lidiar con ellas. Si algo había aprendido con su poder, era que había asuntos muchísimo peores en la vida que un examen.
Cuando el tren atravesó el túnel próximo a la parada de la universidad, se quitó los auriculares, guardó sus cosas, se puso el abrigo y el bolso. Se levantó y se acercó a la puerta, justo a tiempo de ver cómo el tren frenaba en el andén. Dejó atrás la estación y salió al campus.
Siempre le había gustado el campus de esa universidad. Tenía grandes zonas de césped, y los edificios de las facultades estaban bien distribuidos. La base vieja, formada por Filosofía y Letras, Magisterio, Económicas y Ciencias, estaba situada en una hilera a lo largo de la calle principal, Francisco Tomás y Valiente. Todas las calles de la Autónoma llevaban nombres de personajes ilustres de las ciencias y las letras. A la derecha se encontraban los aparcamientos y, al otro lado de estos, estaban las facultades de Psicología, Biología, Derecho y Políticas. Un poco más apartada del resto, y enfrente de estas últimas, se encontraba la Politécnica.
Se conocía bastante bien aquella universidad. Allí estudiaba Lucas.
Recorrió el camino de ladrillos rojos hasta llegar a la facultad de Psicología. El ambiente en la universidad era relajado. Aquel día hacía buen tiempo y la gente había aprovechado para acampar en el césped. Le daba envidia tanta despreocupación. Ojalá pudiese ser ella así. Enfiló las pesadas puertas de la facultad y entró al hall de paredes de ladrillo. La facultad de Psicología siempre le había resultado acogedora y, a la vez, graciosa. La mayor parte de sus estudiantes eran mujeres, pero de todo tipo de estilos e ideas. Las mesas distribuidas a lo largo del hall estaban siempre llenas de apuntes y portátiles que sus dueños tecleaban a toda velocidad y con cara de concentración. A la derecha había un habitáculo rodeado de cristal, con un cartel que rezaba: Información.