En un Madrid lleno de misterio, el dolor de una ruptura amorosa despierta en Carlota un don extraordinario: la empatía. Cuando conoce a Adrián, un joven enigmático con el poder de ver el futuro, su vida da un giro inesperado. Juntos, se embarcan en...
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Casi una semana después, como cada tarde, la Castellana se llenaba de coches, con sus dueños volviendo del trabajo y madres recogiendo a los niños del colegio. El aire vibraba con el sonido de los semáforos, los motores rugiendo y las conversaciones flotando en el aire como un murmullo constante. Pero para Adam, todo aquello se desvanecía cuando pedaleaba por la calle, en busca de Esmeralda a la salida del hospital. Intentaban cuadrar sus turnos de trabajo, porque, si no, apenas se verían entre tanta locura.
Al llegar, se sorprendió al ver el coche de Esmeralda aparcado. Ella siempre iba andando, su casa estaba muy cerca. Normalmente caminaban juntos de regreso a casa de ella, mientras él empujaba la bicicleta y charlaban sobre las cosas del día. Cuando vio su rostro de forma de corazón acercarse, una sonrisa se dibujó en sus labios. Esa dulzura natural que irradiaba Esmeralda siempre le hacía sentirse a gusto. Su piel aceitunada y el pelo recogido en una coleta, la hacían resaltar entre la multitud. No necesitaba maquillaje ni artificios, su energía cálida hacía el trabajo.
—Hola, corazón —lo saludó ella con un beso rápido, y él no pudo evitar devolverle una mirada de complicidad.
—Hola, Esme. Veo que te has traído el coche. —Su curiosidad era genuina; esa no era la rutina.
—Hoy me apetece una escapada —dijo ella, soltando una risa suave, aunque había un trasfondo serio—. Podríamos ir a la casa de mis padres en Navacerrada. Estoy saturada... necesito despejarme, olvidarme de todo. ¿Tú no? —sus ojos brillaban con esperanza.
Adam asintió, aunque algo en él se removió. No esperaba una propuesta tan repentina.
—¿Me dejas ir a mi casa primero a dejar la bici?
—Claro, bobo.
—Pues hecho.
Esmeralda sonrió con más fuerza, y lo abrazó con calidez. Luego, dejaron la bicicleta de Adam y se subieron al coche de ella. El trayecto fue tranquilo, casi en silencio, pero de ese tipo de silencios cómodos, donde no hace falta rellenar los huecos con palabras. Ambos se entendían bien así.
Cuando el coche empezó a ascender por las curvas que llevaban a Navacerrada, Adam notó cómo su cuerpo se relajaba. Las tensiones de la semana parecían disolverse con cada kilómetro que avanzaban. En Navacerrada, con sus calles empedradas, casas bajas y las montañas nevadas al fondo, siempre le daba la sensación de que el tiempo se detenía. Allí, los problemas de la ciudad quedaban atrás.
La casa de Esmeralda estaba en las afueras, rodeada de árboles y con el aire frío de la sierra soplando suavemente. El lugar perfecto para desconectar. Cuando bajaron del coche, Adam soltó una pequeña risa.
—No hemos traído ni ropa de muda.
—Siempre pienso en todo, aunque no sea Jon. —Esmeralda sacó una bolsa del maletero y se la lanzó. Él la abrió y sonrió al ver su ropa ahí, la que siempre dejaba en su casa para cuando se quedaba.