Al salir del Parque de Plaza de España, Carlota echó un vistazo al reloj de pulsera de Adrián. Marcaba las seis menos diez, y el horizonte, oculto entre altos edificios, aún mostraba las últimas estrellas.
Le parecía que había pasado una eternidad desde su visita al Colegio Mayor de Adrián. Los sucesos recientes la habían dejado trastornada. Apenas era consciente de todo lo que había pasado después de que los enemigos se desvanecieron en el aire. Perturbada tras volver a ver a Taylor al borde de la muerte, y de observar a Lucas y Gwen trabajando codo a codo, apenas escuchó las palabras atropelladas que Adrián había dirigido al resto: contó brevemente lo que sabía y propuso volver a verse.
Carlota tuvo nociones de la ambulancia que llegó, de los médicos de urgencias corriendo a atender a Taylor, que, gracias a Dios, había dejado de flotar. Oyó gritos y la frase de que solo podía acompañarla un familiar. Vio a Gwen y Kaya subiendo al coche, cuya sirena sonaba con furia. Escuchó el acuerdo de Lucas de ir al hospital. Y, de repente, el parque de Plaza de España se despejó, dejándola de nuevo a solas con Adrián.
Con todo el caos, poco tiempo quedaba para el amanecer de un nuevo día. El silencio incómodo entre ellos fue interrumpido por el estruendo de su estómago, que empezó a rugir escandalosamente.
—Anda, ven, alma en pena —bromeó él, mientras las últimas luces de la noche iluminaban sus rizos dorados.
Con esa costumbre que él había tomado y que a ella no le molestaba, sino todo lo contrario, la tomó de la mano. La guió por un entramado de calles que se alejaban de Plaza de España. Si Carlota no hubiese estado absorta en sus pensamientos, habría reconocido aquellas calles como las que Lucas le enseñó una vez.
Pero, tal vez para su suerte, la anestesia de los recuerdos nublaba su mente. Solo se dio cuenta de dónde estaba cuando vio ante ella la Chocolatería de San Ginés, en el pasadizo del mismo nombre. Adrián la arrastró a través de las puertas verdes del local que nunca cerraba. Las paredes verdes contrastaban con el blanco del mármol de las mesas.
Carlota observó las decenas de fotografías de personajes famosos que decoraban la pared, mientras un Adrián indeciso echaba un vistazo a su cara y hablaba con el camarero.
Pidieron unos churros con chocolate, y les dieron un ticket. Un camarero de toda la vida, con pantalón de traje y una torre de tazas en una mano, recogió el ticket. En pocos minutos, ante ellos aparecieron dos humeantes tazas de chocolate caliente y dos raciones de churros.
En cualquier otro momento del día, esos churros habrían sido testigos de un hervidero de gente disputando un lugar en las mesas del centenario local: madrileños de pura cepa, turistas tostados por el sol, jóvenes poniéndose al día en la terraza. Sin embargo, en ese momento solo estaban los madrugadores y los trasnochadores.
Carlota miró a Adrián, y él le sostuvo la mirada, con sus ojos avellana fijos en los oscuros de ella.
—¿Qué ha sido todo esto? —preguntó Carlota, casi en un susurro que se perdió en el aire.
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Signos - Saga del Zodiaco I
FantastikEn un Madrid lleno de misterio, el dolor de una ruptura amorosa despierta en Carlota un don extraordinario: la empatía. Cuando conoce a Adrián, un joven enigmático con el poder de ver el futuro, su vida da un giro inesperado. Juntos, se embarcan en...