Cap 7 - Tocar fondo

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Ese día, después de que se fueron, comencé a ahogar todo lo que estaba sintiendo en alcohol. Su indiferencia, su descaro, su falta de prudencia, la sensación de abandono y la humillación eran ingredientes que alimentaban el odio y el dolor que empezaban a consumirme por dentro. Y la llegada de Carlos esa noche, empeoró mi situación, porque él no era más que una copia de Héctor, y un recordatorio de que por su culpa, me había convertido en todo lo que por años me mató.

Carlos intentó acercarse a mí en varias ocasiones. Quería darme una explicación, pero en todas las veces se lo negué. Sabía que no era a mí a quien debía dárselas, sino a su esposa.

Seguí bebiendo y bebiendo como si no hubiera un mañana. Ese día, como en tantos otros, convertí el alcohol en mi refugio, en un somnífero que por unos breves momentos lograba adormecer mi mente. Pero que, al despertar al día siguiente, siempre me encontraba desmoralizada y avergonzada.

Recuerdo que bebí tanto que ni siquiera supe cómo llegué a casa a salvo. Estaba tan ebria que, al intentar estacionar el auto dentro del garaje, terminé chocando con todo lo que tenía por delante.

—Olivia. —Mi madre salió en pijama, con una expresión de horror en su cara—. ¿Estás bien?

Recuerdo bajarme del auto con dificultad. Casi no podía mantenerme en pie.

—Estoy bien, mamá. Mañana lo llevo al taller para que lo arreglen —balbuceé—. Regresa a dormir.

Caminé como pude hasta el interior de la casa, cuando de pronto escuché sollozos cerca de la puerta. Era mi madre, llorando.

—Mamá. —Me acerqué a ella para intentar calmarla—. Que estoy bien, mira, no me pasó nada.

—¿Y cuántas veces crees que vas a tener la misma suerte? ¿Por cuánto tiempo crees que Dios va a escuchar mis súplicas de traerte bien a casa? Dime, ¿hasta cuando vas a seguir así? ¿Hasta que un día te mates viniendo ebria a casa?

Mi madre soltó un llanto que me penetró hasta lo más profundo. Ella no era de hablar mucho, ni de entrometerse u opinar en la vida de sus hijos. Pero ese día, me habló desde el miedo y la preocupación que solo puede sentir una madre cuando ve a un hijo autodestruirse.

Lloró de una forma tan inconsolable que no pudo permanecer un segundo más frente a mí y optó por irse a su cuarto. Mientras tanto, yo seguía inmóvil, con el corazón más roto de lo que podía imaginar y con la desgarradora sensación de haber tocado fondo.

Y es que esa era la única verdad: había tocado fondo. Me había convertido en todo lo que nunca creí que podría llegar a ser. En el transcurso de siete meses dejé de comer, no dormía, y pasaba la mayor parte del tiempo llorando, encerrada en mi habitación, o intentando borrar mi dolor en cualquier club nocturno.

No pensaba en cuidarme; mi ego solo quería demostrarle a él que podía vivir sin su presencia, mostrarle lo que se había perdido al irse. Esa necesidad de aparentar me llevó a cometer los peores errores de mi vida: lo que sucedió con Carlos, no razonar en las consecuencias de conducir ebria, enviarle mensajes a Héctor reconociendo mis fallas como último acto de esperanza, pasar horas mirando nuestras fotografías, inventar mil formas de saber de él solo para que mi corazón sintiera un poco de paz o como método de tortura para terminar de asimilar que ya no volvería. Siete meses en los que me puse una máscara, una coraza, para que nadie viera que, por dentro, estaba completamente rota y vacía.

Esa noche, al ver a mi madre llorar de preocupación por mi culpa, caí de rodillas al suelo, llorando desconsoladamente.

En ese momento no lloraba por él; mis lágrimas eran un ruego a Dios, pidiéndole ayuda. Le suplicaba, si realmente existía, que me diera una señal.

Postdata DEJARÁS DE DOLERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora