Exigencias

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El carruaje avanzaba a toda velocidad por el camino empedrado, cada sacudida del vehículo resonaba en mi cabeza, recordándome que este viaje ya no tenía vuelta atrás. A mi lado, Mildred, mi fiel ama de llaves, que de amiga y confidente no tiene precio, intentaba mantener la compostura, pero sus manos, ligeramente temblorosas, traicionaban sus nervios. Ya podíamos adivinar lo que nos esperaba.

— ¿Lista para enfrentarte al enemigo? —preguntó con su tono seco y autoritario, el que usaba cuando las cosas se ponían serias. Aunque sus ojos revelaban más preocupación de la que intentaba esconder.

— Siempre, Mildred. —Le sonreí con una confianza que, debo admitir, era más un deseo que una realidad.

Cuando el carruaje finalmente se detuvo frente al palacio, no hubo banderas de bienvenida ni discursos grandilocuentes. En lugar de eso, un grupo de sirvientes apareció como una manada de hormigas, cargando nuestras pertenencias, como si no hubieran sido previamente informados de lo específicamente que iba a necesitar mi estancia en Delacroisse.

No era mucho, pero era lo suficiente: cuartos separados, un jardín privado, un área con dianas para practicar tiro, un caballo propio y, por supuesto, Mildred conmigo. Esas eran mis condiciones. Y no iba a ceder en ninguna de ellas, ni aunque me suplicaran.

Cuando bajé del carruaje, el rey Delacroisse y su querido hijo Damon me esperaban en la entrada. Ambos parecían sacados de una pintura renacentista: impecables, arrogantes y con esa postura de "todo está bajo control", como si no me estuvieran mirando con el mismo escepticismo que mis zapatos de tacón en ese terreno rocoso.

— Lady Harley, bienvenida a Delacroisse. —La voz del rey era amablemente cordial, pero la sorpresa, casi como si estuviera aceptando una visita de una "extraña especie", no pasó desapercibida.

— Gracias, su majestad. —Hice una ligera inclinación de cabeza. Nada de sumisión, pero lo justo para no parecer una completa bárbara.

Damon, por supuesto, no dijo ni una palabra. Su mirada, tan condenadamente exasperada, parecía decir: "¿En serio? ¿Esta va a ser nuestra compañía?"

Lo ignoré. Era mucho más divertido concentrarme en el rey.

— Espero que mis términos hayan quedado claros. —Saqué una copia del pergamino que había enviado con antelación, lo entregué al sirviente más cercano y esperé a ver cómo reaccionaban.

El rey abrió el pergamino con la misma paciencia que un hombre que acaba de ver una factura de electricidad inesperada. Mientras leía, su rostro pasó por toda una gama de expresiones, de la sorpresa, a la incredulidad, hasta llegar a la mera resignación.

— ¿Cuartos separados? —preguntó, sin poder ocultar el asombro, como si me hubiera pedido algo tan imposible como una paloma volando hacia él para entregarle un mensaje.

— Es lo mínimo. No entiendo por qué debería ser un problema. —Le sonreí dulcemente, como si le estuviera dando una sugerencia graciosa.

— Y un jardín privado... —continuó, esta vez con un tono que roza el sarcasmo.

— Necesito respirar sin sentir que estoy siendo observada por cada sirviente y su madre. —Le respondí con una simpatía total.

— Un área con dianas para practicar tiro. — Su ceja se alzó, como si el concepto de la recreación activa fuera una nueva invención.

— Mi pasatiempo favorito. Y considerando que ya no estoy en mi casa, lo mínimo es tener un espacio para descargar mi frustración... ¿o debería esperar hasta que me apunte una flecha en el corazón? —bromeé, aunque no estaba segura de si el rey tenía un sentido del humor aceptable.

Reyes Del OdioWhere stories live. Discover now