Lazos

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Damon

El traqueteo del carruaje resonaba como un tambor maldito, un eco que intensificaba mi furia y mi impotencia. Cada sacudida del vehículo hacía que las cuerdas que ataban mis muñecas se clavaran más en mi piel, pero no era ese dolor el que me consumía. Era la incertidumbre, la maldita incertidumbre que quemaba mis entrañas y hacía hervir mi sangre.

Mis ojos estaban vendados con un paño áspero y apretado que parecía burlarse de mi incapacidad para ver. Pero no necesitaba ver. Lo sabía, lo sentía en cada fibra de mi ser: algo estaba terriblemente mal. Harley. Su nombre era un grito en mi mente, un tamborileo que me recordaba, una y otra vez, que ella no estaba aquí. Que tal vez no estaba en ninguna parte.

Mi pecho subía y bajaba con furia descontrolada mientras tiraba de las cuerdas con toda la fuerza que podía reunir. Las fibras se hundían más en mi carne, pero no me importaba.

—¡¿Dónde está mi esposa?! —rugí, mi voz reverberando como un trueno dentro del carruaje. Mi garganta ardía, pero seguí gritando. Porque si no lo hacía, el silencio me consumiría.

Un hombre, uno de los malnacidos que me había llevado, soltó una risa seca desde el otro extremo del carruaje. Su voz era ronca, cargada de burla y desprecio.

—Oh, ¿la princesa Harley? —se mofó, dejando que sus palabras se arrastraran con cruel lentitud—. La tiramos al río. Ese lugar no perdona. Si sigue viva, sería un milagro.

Su risa repugnante llenó el aire, pero mis oídos apenas la registraron. Las palabras habían caído como un yunque, aplastando cada pensamiento en mi mente.

La tiramos al río.

El aire se escapó de mis pulmones como si alguien me hubiera atravesado con una lanza. Mi cuerpo entero tembló, y una furia oscura, primitiva, se encendió en mí.

—¡Idiotas! —grité, con tanta fuerza que sentí mi garganta rasgarse. Tiré de mis ataduras como un animal salvaje, ignorando el dolor que estallaba en mis muñecas al sentir cómo la sangre empezaba a brotar.

El paño en mis ojos no podía ocultar la verdad que sentía en mi interior. Un dolor punzante, casi insoportable, se alojó en mi pecho, una señal que no necesitaba explicación. Harley estaba en peligro. Lo sabía. No podía verla, no podía oírla, pero su sufrimiento era como un eco que se entrelazaba con mi alma, un lazo invisible que me conectaba a ella.

No pensé, no planeé. Solo actué.

Me impulsé hacia adelante con toda la fuerza que me quedaba, embistiendo al hombre más cercano. La madera crujió bajo el impacto, y mis hombros ardieron de dolor al chocar contra él.

—¡Dime dónde está! —rugí, mi voz cargada de desesperación y odio mientras lo sujetaba por la camisa con las manos atadas.

El hombre forcejeó, su aliento apestando a miedo y resentimiento.

—¡Cállate! —gritó otro, lanzándose hacia mí para apartarme. Pero no lo hice. No me importaba cuántos eran ni lo que intentaran. Solo podía pensar en Harley, en lo que le habían hecho, en lo que podría estar soportando.

Mis manos, atadas pero imparables, golpearon el rostro del hombre frente a mí con tanta fuerza que sentí el crujido de su nariz bajo mi puño.

—¡¿Qué le hicieron?! —rugí otra vez, cada palabra saliendo como un grito de guerra mientras lo golpeaba una y otra vez.

El carruaje tambaleó con nuestros movimientos, pero no me detuve. Mi mundo era fuego y furia, una tormenta que solo se calmaría con respuestas.

Entonces, algo pesado chocó contra mi cabeza.

Reyes Del OdioWhere stories live. Discover now