Capitulo 17

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Adrián

Caminaba con ella en brazos, sintiendo el calor de su cuerpo contra el mío, como si fuera un recordatorio de que aún estaba viva. El amplio vestíbulo de la mansión parecía más oscuro esta noche, más frío, como si reflejara la furia que se revolvía en mi interior. Cada paso que daba sobre el mármol resonaba como un tambor de guerra en mi cabeza. La miré de reojo; su rostro estaba sereno, demasiado sereno. Pero yo sabía lo que había detrás de esa calma. Lo había visto en sus ojos: ese destello que no reconocí, esa intensidad que no sabía si me enfurecía o me fascinaba. 

Ella había matado. Quitado vidas con sus propias manos. Y no parpadeó ni una vez. 

El médico estaba en camino, pero eso no me tranquilizaba. Sus heridas físicas eran evidentes, sí, pero no eran lo que realmente me preocupaba. Lo que me consumía era el pensamiento de lo que todo esto le haría Por dentro. ¿Qué pasaría con ella? ¿Con esa chispa de humanidad que aún la diferenciaba de mí? 

La deposité en el sofá con cuidado, como si fuera algo frágil, algo que el más mínimo error podría romper. Aparté un mechón de su cabello del rostro, un gesto tan tonto como extraño para mí. Nunca había sido un hombre de caricias ni gestos tiernos, pero con ella… con ella era diferente. Por ella hacía cosas que me hacían cuestionarme quién era. Y eso, más que cualquier enemigo, me aterraba. 

Sus manos, aún ligeramente teñidas de sangre, me hicieron retroceder en el tiempo. Recordé mi primera vez. Yo era un niño, apenas once años. Cuando empuñé esa pistola, no hubo dudas, no hubo miedo. Era lo que debía hacerse, lo que mi mundo demandaba. Pero ella no era como yo. No debía serlo. Era fuerte, sí, más de lo que cualquiera imaginaba. Pero la oscuridad que yo había aceptado con resignación no debía tocarla. Y sin embargo, ahora lo había hecho. 

La culpa era mía. Me culpé por cada rasguño en su piel, por cada gota de sangre que había derramado. Mi trabajo, mi maldito mundo, debía haberla mantenido a salvo. Pero aquí estábamos. Mis puños se cerraron, la rabia burbujeando bajo la superficie, amenazando con desbordarse. Pero no podía permitírmelo. No ahora. 

Suspiré, forzando calma en mi voz. 

—¿Cómo te sientes? —pregunté, aunque sabía que su respuesta sería una mentira. 

—Estoy bien. —Su sonrisa era casi convincente, pero yo sabía que no era real. Esa sonrisa era una máscara, una barrera que ella había aprendido a construir demasiado rápido. 

No insistí. Había un tiempo para todo, y ahora no era momento de presionarla. 

—Sube a ducharte. El médico llegará pronto. 

Ella asintió, todavía con esa maldita sonrisa que no llegaba a sus ojos. Se levantó con lentitud, y yo caminé a su lado mientras nos dirigíamos hacia las escaleras. La observé de reojo, estudiando cada movimiento. Había algo en ella, algo en la forma en que se movía, que me dejó intranquilo. Vulnerabilidad, sí, pero también algo más… provocación. Como si, incluso ahora, quisiera desafiarme, provocarme, distraerse con ese juego que solo ella sabía jugar tan bien. 

Y, maldita sea, lo lograba. 

Iris, pensé, mordiéndome la lengua para no decir nada, me vuelves loco, todos los días. Pero hoy no será

No era el momento. Quería tocarla, quería reclamarla de la forma en que mi mente me lo exigía cada vez que la tenía cerca, pero esta noche no. Esta noche necesitaba asegurarme de que estuviera bien, aunque mi cuerpo me gritara lo contrario. 

Mientras subíamos, el peso de lo que había pasado se instaló en mi pecho como una roca. Ella no lo entendía, pero yo lo sabía: en este mundo, cada vida que tomas te deja algo, un fragmento de su oscuridad. No importa cuánto lo intentes, nunca te deshaces de ello. Y mi mayor temor no era que ella hubiera matado. Mi mayor temor era que, en algún lugar de todo esto, hubiera perdido una parte de sí misma… y, con ella, una parte de mí. 

El Peso del Pasado Donde viven las historias. Descúbrelo ahora