Capitulo 16: Las Saetas de fuego

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La visita a la cabaña de Hagrid, aunque no había resultado divertida, había tenido el efecto que Ron y Hermione desea­ban. Harry y Abby no se habían olvidado de Black, pero tampoco podían estar rumiando continuamente su venganza y al mismo tiempo ayudar a Hagrid a ganar su caso. Ellos, Ron y Hermione fueron al día siguiente a la biblioteca y volvieron a la sala común cargados con libros que podían ser de ayuda para preparar la defensa de Buckbeak. Los cuatro se sentaron de­lante del abundante fuego, pasando lentamente las páginas de los volúmenes polvorientos que trataban de casos famo­sos de animales merodeadores. Cuando alguno encontraba algo relevante, lo comentaba a los otros.

—Aquí hay algo. Hubo un caso, en 1722... pero el hipo­grifo fue declarado culpable. ¡Uf! Mirad lo que le hicieron. Es repugnante.

—Esto podría sernos útil. Mirad. Una mantícora atacó a alguien salvajemente en 1296 y fue absuelta... ¡Oh, no! Lo fue porque a todo el mundo le daba demasiado miedo acer­carse...

Entretanto, en el resto del castillo habían colgado los acostumbrados adornos navideños, que eran magníficos, a pesar de que apenas quedaban estudiantes para apreciarlos. En los corredores colgaban guirnaldas de acebo y muérdago; dentro de cada armadura brillaban luces misteriosas; y en el vestíbulo los doce habituales árboles de Navidad brillaban con estrellas doradas. En los pasillos había un fuerte y deli­cioso olor a comida que, antes de Nochebuena, se había hecho tan potente que incluso Scabbers sacó la nariz del bolsillo de Ron para olfatear.

La mañana de Navidad, Ron despertó a Harry tirándole la almohada.

—¡Despierta, los regalos!

Harry cogió las gafas y se las puso. Entornando los ojos para ver en la semioscuridad, miró a los pies de la cama, donde se alzaba una pequeña montaña de paquetes. Ron rasgaba ya el papel de sus regalos.

—Otro jersey de mamá. Marrón otra vez. Mira a ver si tú tienes otro.

Harry tenía otro. La señora Weasley le había enviado un jersey rojo con el león de Gryffindor en la parte de delante, una docena de pastas caseras, un trozo de pastel y una caja de turrón. Al retirar las cosas, vio un paquete largo y estre­cho que había debajo.

—¿Qué es eso? —preguntó Ron mirando el paquete y sosteniendo en la mano los calcetines marrones que acababa de desenvolver.

—No sé...

Harry abrió el paquete y ahogó un grito al ver rodar so­bre la colcha una escoba magnífica y brillante. Ron dejó caer los calcetines y saltó de la cama para verla de cerca.

—No puedo creerlo —dijo con la voz quebrada por la emoción. Era una Saeta de Fuego, idéntica a la escoba de ensueño que Harry había ido a ver diariamente a la tienda del callejón Diagon. El palo brilló en cuanto Harry le puso la mano encima. La sentía vibrar. La soltó y quedó suspendi­da en el aire, a la altura justa para que él montara. Sus ojos pasaban del número dorado de la matrícula a las aerodiná­micas ramitas de abedul y perfectamente lisas que forma­ban la cola.

—¿Quién te la ha enviado? —preguntó Ron en voz baja.

—Mira a ver si hay tarjeta —dijo Harry.

Ron rasgó el papel en que iba envuelta la escoba.

—¡Nada! Caramba, ¿quién se gastaría tanto dinero en hacerte un regalo?

—Bueno —dijo Harry, atónito—. Estoy seguro de que no fueron los Dursley.

—Estoy seguro de que fue Dumbledore —dijo Ron, dando vueltas alrededor de la Saeta de Fuego, admirando cada centímetro—. Te envió anónimamente la capa invisible...

La hermana de Harry Potter y el prisionero de AzkabanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora