No era la belleza de aquel sonido de agua cayendo, con aquella furia cuando intentaba saciar la sequía prominente; ni aquel afán de la luna por iluminar la noche.
Era su respiración entrecortada, eran nuestras bocas a escasos milímetros y nuestro pulso acelerado lo que le daba el toque mágico al momento, mi mano que descansaba sobre su cuello se aferraba a la idea de que por ninguna razón se alejaría.
Era ella.
Era yo.
Eramos nosotros sumergidos en el deseo irrefutable de besarnos.
Si dicen que ver a los ojos es ver el alma de la otra persona, entonces pienso que besar su boca es acariciarle el alma.
Y nos acariciamos el alma como si hubiese sido nuestro sueño de pequeños, como cuando disfrutas de un helado en épocas de verano.
Dígame usted si hay mejor muestra de corresponder que esa.
Le había gustado. A Ella le gusté.
Ella era poco común, justo como lo imaginé.