Ella caminaba con pasos rápidos hacia el lugar de siempre, donde haría lo mismo de siempre. Aferró los libros a su pecho y ajustó sus gafas, que se negaban a mantenerse firmes en aquella cabeza baja. No podía levantar la cabeza, no quería mirar a nadie. Ya casi llegaba. Abrió la puerta de servicio y salió hacia fuera de la escuela, entró por el jardín a donde nadie iba y se sentó en aquel tronco convertido en asiento. Lloró en silencio, serciorándose de que los libros no se empaparan de lágrimas. No podía dejar de pensar en aquel día, hacía mas de cuatro meses. Era un día soleado, llegaba temprano del colegio y su perro la saludaba con alegres ladridos y movimientos de cola. Abrió la puerta de la recámara de su madre y la encontró tirada en el piso. La muerte de su madre la había dejado devastada. Al día siguiente, y con el dolor y el sufrimiento a flor de piel, comenzó a buscar un lugar en el cual desahogarse. Y encontró el patio trasero de la escuela. No tenía hermanos, ni ningún otro pariente. Su tutora era su madrina, la única persona que le quedaba. Vivía sola, se sentía sola, no tenía amigos y no era popular. Ella sentía que su vida apestaba y todo lo que deseaba en el mundo era irse junto a su madre, allá donde todos son felices. Sus mangas largas ocultaban sus cortaduras y sus gafas las profundas ojeras que se le formaban en los ojos. Ella sentía que no valía la pena vivir. A nadie le importaba hablarle, saber cómo estaba, saber qué sentía. Sólo una cosa le llamaba la atención en la vida, y se sentía estúpida por ello. Se llamaba Clark. No era popular, tampoco invisible. Pero era guapo. Muy guapo. Siempre llevaba el cabello alborotado, sus rizos castaños apuntaban hacia todos lados y su sonrisa podía hacer sonreír a cualquiera que se pasara en su camino. Tal vez mirarlo era lo único que la mantenía viva, pero no tenerlo la mataba día con día.