Él era poco común. No le decía cosas bonitas, ni la mimaba, ni siquiera la volteaba a ver. Él no necesitaba mirarla, pues su rostro era lo único que veía en sus noches de insomnio, no la mimaba porque sabía que si lo hacía jamás podría detenerse, y no le decía cosas bonitas porque no alcanzaban las palabras para describirla.
En cambio sólo le lanzaba miraditas fugaces.
Ella entendería el mensaje.