Él tenía una vida rutinaria. Baloncesto, escuela, casa. No quería salir ni socializar, simplemente no quería que nadie se le acercara. Su padre viajaba de ciudad en ciudad, a su madre no la conocía y paremos de contar. Aún se sentía culpable. No podía sacarse de la cabeza lo que había pasado hacía tantos años. Pero ahí seguía, desquitando su dolor en el baloncesto y tratando de no pensar en aquella chica escuálida que siempre se ocultaba en su cabello largo y en sus enormes gafas. Podría decir que era una chica tímida, incluso que le tenía cierto pavor a la gente. Pero era hermosa, a su manera. Ella inspiraba en Él cierta ternura, confianza, tranquilidad. Pero jamás se habían cruzado palabra. Él recordaba una vez que sus miradas se cruzaron... la chica salió corriendo y Él terminó tropesándose con un bote de basura. Aunque el peso del dolor carcomiera en su interior, y no tuviera ganas de vivir más, Él seguía sonriendo todos los días. Porque existía aquella chica que se parecía tanto a Él, pero nunca sonreía.
Y fue una meta para Él, hacerla sonreír (si es que existía alguna manera).